OPINIÓN

Israel de la Rosa: «La vida sin el Gordo»

Israel de la Rosa: "La vida sin el Gordo"

Se pone tanto ahínco en la emoción, se fían tantas ternuras en el entusiasmo, se hipoteca de tal manera la expectativa de una vida resuelta en un papelillo emborronado, que cuando nos atiza la realidad, cuando acaba el sorteo y se nos derrama encima el agua helada del cubo, no sabe uno ni para dónde mirar. Merecería la pena apuntar en un cuadernillo todos los proyectos que un ciudadano simplón de a pie suele trazar en la mente, con diagramas de niño, a propósito del décimo de lotería: no se escatima nada, ni un capricho.

Se sueña a lo grande, se hincha la imaginación como un globo de feria y se regodea uno de antemano con sofocante atrevimiento, relamiéndose de manera impúdica. Qué cerquita se presiente la varita encantada que nos va a cambiar la vida. De ver las bolas caer a vernos tocándonos las nuestras en una perspectiva de dilatados paseítos al sol. Pero la realidad —es decir, la estadística—, con sus aires empecinados y soberbios, es tan tozuda como la propia vida. O más. Cuesta mucho arrear otra vez con la carretilla después de haberse bañado uno en semejantes fantasías. Ay, qué pobres nos sentimos aun teniéndolo todo. Qué espantosa tristeza es desear aquello que en nada nos enriquecería y que en tan poco aumentaría nuestra felicidad. Se tiene de sobra para ir empujando el carro, pero se desea más, se desea siempre más, y se siente una desgraciada infamia, una suerte de tortura mameluca al verse forzado a la resignación, a vivir miserablemente sin el Gordo.

Qué lúbrica entelequia la de agarrar un buen manojo de billetes, la de enganchar la mosca, la de llevarse a la boca un buen trozo de pastel, y cambiar el pisito nuevo de cuarenta metros por un buen caserón antiguo, viejo, solariego, y a la señora por una de treinta y cinco, y pasearse después por el pueblo enseñando los dientes con chaquetilla y pañolito, como un imbécil. Como un imbécil con dinero, que luce bien y ofende al proletariado. Esa ansia tenaz de pisar por fin un sitio bueno, de pedir una buena copa y no un café con leche, de elegir tres platos de la carta y no andar mirando de reojo los precios. No sabe uno a ciencia cierta cómo aplacar ahora la fatiga, el corazón late a destiempo bajo la camisa con el desánimo propio del desgraciado. Se imaginaba uno ya amueblando el apartamento y recibiendo allí al cuñado con la sonrisa cosida en las orejas: «Nada, esto ha sido un capricho, una tontería, cuatro duros, no hagas caso», y restregando entonces el balconcillo, oportuna y maliciosamente, con vistas al arrebolado atardecer. Se fantaseaba, se soñaba una y otra vez con el pellizco del Gordo, con el pellizquito que nos sacaría del barro, y hoy se pellizca uno la tripa con las pinzas heladas de la cubitera, mientras se sirve un licor barato en que ahogar la congoja, y se vomitan lágrimas de tierna amargura.

Lo importante es tener salud cuando no toca. Si toca, si sale la bola, la salud es lo de menos. La salud se puede ir a la mierda. De la salud, antes del sorteo, no se acuerda nadie. La salud, esa cosa ordinaria, esa cosa triste y patética, ese mal consuelo de pobres.

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