OPINIÓN

Israel de la Rosa: «La indolencia del pueblo»

Israel de la Rosa: "La indolencia del pueblo"

Un recipiente tiene una determinada capacidad. Si usted vierte en el vaso más agua de la que puede contener, se desborda. Con la mente del ciudadano, es decir, con las mentes de los ciudadanos, entendidas como una masa enorme, informe y porosa, ocurre más o menos lo mismo. Usted puede arrojar en este saco comunal un amplio número de noticias escabrosas, de perspectivas negras, de clamores de guerra y zambombazos, de previsiones económicas incomprensibles y luctuosas, de gripes y pestes multicolor, de subidas en las facturas y de mermas en los salarios, de cuestas de enero y bajadas de dignidad; usted puede echar a la bolsa todo cuanto quiera, pero llegará un momento, tarde o temprano, en que esa mente grupal se desbordará. Somos la botella con la rosca ya inservible, la tuerca pasada desesperadamente de vueltas. Usted puede insistir en meter desgracias en el saco, pero ya no cabe ni una más.

Este desbordamiento del vaso social se transforma inevitablemente en indolencia. El ser humano —el original, el primitivo, queremos decir, el que luchaba por su vida diariamente, el que intercambiaba puñetazos por comerse primero la liebre y se pelaba de frío bajo la palmera— tenía un límite. El de hoy, sin embargo, el ser humano occidental, el aniñado, el que protesta por cualquier minucia, el que carece de perspectiva, el que come cinco veces al día y se rasca a su capricho en el tresillo, el que vislumbra mucho derecho y ninguna obligación, el que cabalga a lomos de la vanidad y la exquisita pereza, el que ha convertido esa infamia llamada ‘calidad de vida’ en un estandarte de la nueva civilización: ése no tiene un límite, tiene dieciséis, y son variables. Esta espléndida jarra occidental se colma, pues, con mayor facilidad.

Si a estos pobres mimbres sumamos un largo período de convivencia pacífica, con la noble excepción de algunos bombazos domésticos, el petardazo de un volcán y los temblores inoportunos de algún terremoto, se le queda a usted un país precioso, una patria de personas moderadamente acomodadas. Es comprensible que el chorro incesante de noticias desalentadoras, por agotamiento, haya dejado de conmover a la masa. Es razonablemente lógico que el grito prudente, el que alerta de la llegada del lobo, a fuerza de reiterarlo con tan exagerado dramatismo, haya dejado de calar en los tiernos corazones del pueblo. Se ha alcanzado un grado de indolencia en que la amenaza del cañonazo ruso, pongamos por caso, la más que previsible aparición de la ojiva gorda, asomando ceñuda en el horizonte, no preocupa ya a nadie. Se hacen chascarrillos a propósito del sensible asunto nuclear: «A ver si cae donde mi suegra. Lástima de cortinas nuevas.» «Si reventamos, que sea un lunes por la mañana.»

De poco o nada sirve culpar a los medios sensacionalistas de emperejilar las noticias espinosas. Esta rosca también excedió las vueltas. El amarillismo, aun siendo tentador, también se vuelve fatigoso, también deja de calar en el ciudadano. Más allá de entusiasmar a cuatro alcornoques, el sensacionalismo abraza lo grotesco, y la caricatura emerge con rapidez: basta echar un sereno vistazo alrededor para desmontar el sombrajo.

Es el mensaje institucional, por el contrario, el que provoca indiferencia, el que desborda finalmente la copa. Es el vocero oficialista y encorbatado el que ha dejado, mire usted, de conmover al pueblo.

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