Villafranca se había quedado atrás. Después de tomar unos bocados para reponer fuerzas, se dispusieron a afrontar su próxima etapa con el propósito de disfrutar de cada rincón que la naturaleza berciana pusiera ante sus ojos.
El río Valcarce marcaba el itinerario aquella mañana. Seguían su curso acompañados de la arboleda de chopos, robles y castaños que les daban sombra y frescor. La ruta sigue la carretera nacional VI. En algunas zonas el andadero está separado de la vía por un muro de un metro de alto, lo cual es una seguridad para el romero. Después de Pereje se llega a Trabadelo, donde siempre hay peregrinos descansando en los bancos y curándose los pies.
Acababan de entrar en zona de portazgos, una tasa medieval que se pagaba entre reinos y señoríos por el tránsito de personas y mercancías. A lo largo de la Edad Media, la Portela de Valcarce era un alto obligatorio donde los arrieros debían detenerse y pagar. También se cobraba por vadear los ríos en barca y por el uso de puentes. Los peregrinos estaban exentos, pero, en muchos casos, los portazgueros no respetaban ese derecho. Los señores de los castillos y algunos monasterios eran los beneficiarios de esos tributos. Algunos viajeros, para evitar el pago, buscaban caminos alternativos que se fueron haciendo de uso común. En ese lugar era costumbre desviarse por el valle de San Fiz y atravesar Villaus, aldea de la cual habla el Códice Calixtino.
Pasado Ambasmestas se entra en Vega de Valcarce. A la salida, entre dos montañas, en el Medievo hubo dos castillos poderosos frente por frente cuya propiedad se atribuye a los templarios, sin que existan referencias históricas de peso: Santa María de Autares, cuyo emplazamiento se desconoce, y Sarracín, edificado sobre el Castrum Sarracenicum que aún existe en estado ruinoso y al que no pudieron derribar los Irmandiños. Según la leyenda, ahuyentaban a los enemigos con cinco estacas de roble, las mismas que figuran en su escudo de armas.
—¡Había que ser valiente para peregrinar en la Edad Media! —exclamó Enrique—. No es de extrañar que al pasar por aquí tuvieran miedo a los alguaciles de los señores de los castillos cuando se acercaban a cobrarles.
—Pero los peregrinos no pagaban, ¿no? —terció Virginia—. Creo que estaban exentos…
—Es cierto que estaban eximidos —dijo Clara—, pero los nobles los extorsionaban e incluso tuvo que intervenir el obispo de Astorga. Después, Alfonso VI suprimió esa tasa, pero aun así la seguían cobrando. Muchos llegaban a Santiago sin nada.
—¡Tampoco llevarían mucho! —dedujo Virginia encogiéndose de hombros.
—No creas… —expuso Clara—… Algunos peregrinaban en nombre de algún señor pudiente que, por enfermedad o por falta de tiempo, no podía ir a Santiago. Era lo que se llamaba peregrinación por encargo. Estos solían llevar dinero para la catedral. Así, la gracia era más efectiva.
Mientras subían entre montañas, quisieron identificar, aunque sin ningún resultado, la “Peña del abad”, de la que habla una vieja leyenda del Císter. Alguien del grupo había leído en un libro de fray Lope, de la abadía de la Trapa, que en un lugar de ese valle un abad había cortado una peña para hacer más ancha la ruta de Valcarce. El forzudo héroe era san Silvestre, cuyo sepulcro estuvo en Carracedo hasta que fue profanado durante la Desamortización. Un precioso puente de piedra da paso al descenso al pueblo de las Herrerías, perdido entre la fronda de soledades.
Decidieron alojarse en Casa Poli, un pequeño albergue con un bar modesto para tomar unos huevos fritos y alguna cosa sencilla. El lujo lo encontraron en la parte trasera del edificio: un riachuelo cantarín con respetable caudal, donde los peregrinos sentados en el pretil meten los pies en el agua fresca y juegan con la corriente burbujeante. Una delicia que no se encuentra todos los días.
Se acostaron casi de día. La etapa siguiente eran solo ocho kilómetros, pero se trataba de la subida más dura del Camino y debían hacerla descansados. Estaban a punto de pisar tierra gallega.
Clara no había vuelto a tener noticias de George. Eso la hacía sentirse liberada, pero, al mismo tiempo, la intranquilizaba. Él había prometido volver en unos días y podía presentase en cualquier momento. Como si fuera un tema tabú, Sergio no había vuelto a preguntarle nada. Los dos actuaban como si el francés no hubiese existido en sus vidas y, sin embargo, gracias a él las aguas podrían volver a su cauce.
Aunque ansiaba el momento de hablar con Clara, Sergio se mostraba mucho más natural y relajado. Sin decirse nada, los dos intuían que iban a darse un sí definitivo.
Todo era frondoso y verde. Caminábamos rodeados de robles, piornos y codesos, cubiertos con la bóveda azul salpicada de cirros que nos hacían guiños y nos animaban a no desfallecer mientras nos despedíamos del paisaje berciano.
Después del hospital de los ingleses fuimos abriendo los brazos para ser acogidos por la tierra galaica del Albariño, el Ribeiro, las filloas y las vacas marelas. Pero antes de finalizar la subida, comparable solo a Saint Jean Pied de Port, aún nos quedaba La Faba y la Laguna de Castilla. Desde allí le dijimos adiós a León, entre los pastizales y las amplias panorámicas de las tierras atlánticas que empezaban a asomar.
—¿Qué tal si paramos un poco? —sugirió Pilar en tono quejumbroso—. Cuesta arriba es mucho más difícil. Estoy sintiendo taquicardia.
—¡Qué diferente del paisaje de Castilla! —exclamó Virginia dándole la razón—. Era más fácil caminar por aquellas llanuras inmensas que se perdían en el horizonte.
—A mí me encanta este paisaje —dije—, pero también echo de menos los campos de girasoles. Parecía que nos miraban al pasar.
—Los girasoles gustan a todo el mundo —reflexionó Virginia—. Tienen un encanto especial. ¿Te acuerdas de que muchos peregrinos se hacían fotos entre ellos?
—Creo que es porque se parecen al Sol —dije—. De manera inconsciente, las flores amarillas con forma de sol nos atraen. Es el gran dios de todas las religiones. El cristianismo también tiene reminiscencias de los viejos cultos solares. A Cristo se le llama el Sol Invictus… La custodia tiene forma de sol porque está tomada de los rituales mitraicos. Pero, además, según los alquimistas, estas flores tienen la vibración del oro. ¡Y llevan en su forma y estructura la proporción áurea!
—No asustes a María —dijo Pilar sonriendo con cierta sorna—. Cada vez que dices algo relacionado con la religión se pone en guardia.
—Qué va. Ella me conoce bien —dije apretándole la mano—. Sabe que soy sincretista y que igual voy a misa y le rezo al ángel de la Guarda, que medito o doy gracias a las fuentes por traernos agua, al sol por calentarnos y a la brisa por refrescarnos. Yo adoro la naturaleza, y si siento adoración por la Creación, ¡cómo no voy a sentir lo mismo por el Creador! Siempre le digo a María que mi Dios es más grande que el suyo.
—Tu Dios y mi Dios es el mismo… —dijo María—… Solo hay uno.
—Sí, con varios matices, María —aclaré por enésima vez—. El mío me pide que viva, deje vivir, y ame a todo el mundo, que sea generosa y mejor cada día, que vea a mis hermanos en cada ser de este planeta, que defienda a los animales… El de ella —añadí dirigiéndome a María— se parece más a un señor feudal que castiga a sus súbditos a la mínima, que al Dios del universo.
—Eso del señor feudal te lo inventas tú —repuso María—. Es todo lo contrario; mi Dios es un Dios de amor.
—Sí, María… —dijo Enrique que llevaba un tiempo callado—, un Dios de amor, con un infierno eterno y un limbo de los justos, tan injusto como absurdo. ¡Menos mal que ya lo han cerrado!
—Venga, dejemos a María tranquila —sugerí—. Ya tiene bastante por hoy. La pobre quiere convertirnos a toda costa!
—Es curioso lo que dices del Sol —dijo Pilar— y de las flores amarillas que tienen esa forma. No lo había pensado nunca.
—La botánica oculta dice que son muy beneficiosas para la salud —añadí—. Tienen una vibración que sintoniza armónicamente con el ser humano.
—Entonces —insistió Pilar—, las caléndulas también serán beneficiosas… Son como girasoles en pequeño. Yo tengo muchísimas en el jardín. Son casi una plaga.
—Pues son una bendición —contesté—. Los romanos las valoraban mucho. Todo el año tienen flor, se toman en infusión, y además son muy positivas para la agricultura y la jardinería, controlan las plagas de pulgón y son fungicidas. Y volviendo a los girasoles, muchas civilizaciones antiguas los tenían en gran estima por sus propiedades terapéuticas.
La etapa había sido dura. Cada uno a su ritmo iba llegando al mojón jacobeo de los Santos, donde nos esperábamos para entrar juntos en O Cebreiro, apenas unos metros más allá.
(Fragmentos de mi novela, El Códice de Clara Rosenberg. De Roncescalles a Compostela, La Regla de Oro Ediciones, Madrid, 2016.
Magdalena del Amo
Psicóloga, periodista y escritora