Existe un gran número de personas que confían en los políticos, que encuentran en ellos al pastor que cuida amorosamente de su rebaño, o, por expresarlo de una forma más sencilla, que creen en la política, en los beneficios y las virtudes de la política. Una densa y amalgamada multitud considera a los políticos como una suerte de personas sabias, de personas entregadas a velar día y noche por el bien de la población. Ve en ellos una especie no de servidores públicos, sino de defensores de sus intereses, de su bienestar, de su futuro. Ve en ellos al guía que los conduce a través de la oscuridad, presiente en ellos la mano amiga que los aparta del abismo y los acompaña hacia el progreso. Maldita sea, pues, la benévola ceguera de la masa, que con su inocente atolondramiento —con su voto— consiente en perpetuar una estirpe tan singular de individuos dañinos.
Numerosos son los ejemplos del reiterado envilecimiento de la clase política. Numerosos y rotundos los episodios de corrupción, el engaño recurrente, la mentira carente de sonrojo, las repugnantes promesas vacías, el interesado y secreto propósito de algunos movimientos entre bastidores, la traición a compañeros de partido y a sí mismos, la defensa de unas injusticias y no de otras, igualmente injustas; el abultado enriquecimiento personal, la ausencia absoluta de escrúpulos, el desprecio hacia el sufrimiento de unos sectores concretos de la población, los principios que mudan de dirección como veletas, el ansia patente e insaciable de poder… Ninguno de estos ejemplos ha servido de nada. Se sigue creyendo —como el fanático en su ídolo de cartón, como el niño en los héroes de su fantasía— en la integridad de la honorable clase política. Se tropieza no una sino mil veces en la misma y repulsiva piedra. Se tropieza, no una sino mil veces, en la misma urna.
Hay un extravagante personaje que viene a completar este circo esperpéntico del horror, de la apestosa falta de ética, un abominable y peculiar individuo que sobrenada satisfecho en las aguas de esta miseria moral: el periodista escudero. Se lo reconoce fácilmente porque brinca en su mullida butaca cuando alguien alza la voz para juzgar severamente a un determinado político. El periodista escudero se agita violentamente en su pesebre, enseña el filo de las uñas, muestra su semblante congestionado, vocifera lastimosamente, esgrime los más enrevesados argumentos en amparo de su patrón, desacredita afanosamente el criterio y la oportunidad de sus compañeros de profesión… Y uno se pregunta, entristecido, perplejo, en qué momento de la carrera de periodismo, en qué punto de su formación profesional se le recomienda a un futuro periodista que abrace furiosamente una ideología política y desdeñe la honrada búsqueda de la verdad, y proteja el estandarte de un partido político como si en ello le fuera su propia vida.
Es inevitable que se condenen las viejas aventuras corruptas de una formación política, que en ocasiones se traiga a la memoria las vergüenzas de años atrás, y la respuesta del portavoz, como obedeciendo las directrices de una macabra comedia, invariablemente, es esta: «Nuestro partido nada tiene que ver con el de aquella época». Ah, pues menos mal.