“Toda mi doctrina está aquí: el triunfo natural del mal sobre el bien, y el triunfo sobrenatural de Dios sobre el mal.
Aquí está la condenación de todos los sistemas progresistas y perfecciones con que los modernos filósofos, embaucadores de profesión, han intentado adormecer a los pueblos, esos niños inmortales.”
Donoso Cortés
Casi veinticinco años hace que los españoles, atónitos e incrédulos, como si se tratase de una mala pesadilla, y sin terminar de creerlo, estamos siendo testigos del desguace creciente de España. Concretamente desde el 22 de julio de 2000, fecha en la que José Luis Rodríguez Zapatero fue elegido secretario general del PSOE.
¿Recuerdan la frase de Alfonso Guerra ante el resultado del 35 Congreso Federal de los socialistas?: «Estamos en manos de unos ni-nis; ni están ni se les espera». Esta declaración constituía una acerada crítica hacia Zapatero, insinuando que no tenía la experiencia, ni la capacidad, para dirigir el partido.
Muy menguado se quedó Guerra en su apreciación. Mucho más cerca de la realidad que estaba por venir, estuvo José María Aznar, cuando a modo de advertencia de la peligrosidad política del personaje, dijo: “Cuidado con el Bambi”.
La semilla del golpe de estado separatista y del aislamiento político para que nunca más llegase a gobernar el PP, se sembró el 14 de diciembre de 2003 con la firma en Barcelona del Pacto del Tinell.
El documento, comienza diciendo:
“Ningún acuerdo de gobernabilidad con el PP, ni en la Generalitat ni en el Estado”
Los partidos firmantes del presente acuerdo se comprometen a no establecer ningún acuerdo de gobernabilidad (acuerdo de investidura y acuerdo parlamentario estable) con el PP en el Govern de la Generalitat. Igualmente estas fuerzas se comprometen a impedir la presencia del PP en el gobierno del Estado, y renuncian a establecer pactos de gobierno y pactos parlamentarios estables en las cámaras estatales.
Retirada de las medidas contrarias a la plurinacionalidad, pluriculturalidad y plurilingüismo, e impulso de un nuevo marco que las reconozca“
El documento se extiende especificando las citadas medidas y el compromiso vinculante que adquieren los partidos políticos que lo suscribieron. Los firmantes fueron: Joan Saura, por Iniciativa por Cataluña; Pasqual Maragall, por Partido de los Socialistas de Cataluña; y Josep-Lluís Carod-Rovira, por Izquierda Republicana de Cataluña.
El PSOE iniciaba así una operación de largo alcance para aislar, política y socialmente, al PP, y a no ser que obtuviese la mayoría absoluta, jamás volviese a gobernar, lo que en tiempos del bipartidismo, equivalía el asegurarse la permanencia en el poder.
Una forma de jugar la partida de la democracia, con un as en la manga, solo propia de los jugadores de ventaja.
Recordemos por otra parte la desleal visita, que como jefe de la oposición, Zapatero efectuó a Marruecos en momentos de gran tensión entre España y el reino alauita, y la fotografía que el jefe de la oposición española, no tuvo el menor embarazo en hacerse junto a un mapa de Marruecos, en el que se incluía Al-Andalus como posesión marroquí, ocupando una buena parte de España.
Esto era el anuncio del vuelco que el PSOE se disponía a dar a la política exterior de España cuando Zapatero accediese a la presidencia del Gobierno, lo que ocurriría en marzo de 2004.
En esas fechas, según señalaban casi todas las encuestas, aquellas habrían sido unas elecciones que el PP hubiera ganado por mayoría absoluta, de no haberse producido en las vísperas de la consulta, el atentado terrorista del 11-M. Una tragedia, cuya autoría —intelectual o inducida— nunca ha llegado a conocerse, y de la que directamente se benefició el PSOE, que aprovechando el estado emocional de los españoles, y desacatando la ley, transgredió por vez primera en nuestra democracia la jornada de reflexión, al tiempo que sus bases sitiaban las sedes del PP.
La responsabilidad penal de la autoría del 11-M —nadie ha explicado por qué— se ha permitido que prescriba. Moral, histórica y emocionalmente, sigue viva en el corazón y recuerdo de las personas de bien. Y sobre todo, en el de las víctimas y sus familias.
La política diluente, blanqueadora, de ZP, se encargó de enjabonar y enjuagar memorias, conceptos y recuerdos. No era adecuado, y mucho menos conveniente, mostrar las manchas del pasado.
Zapatero no pudo culminar el proceso iniciado para desguazar España. Los acontecimientos y las mentiras le desbordaron. Daba igual. Para la izquierda el tiempo no cuenta. Cuando vuelve a tomar el poder, continúa con mayor ímpetu su proyecto, reanudándolo en el mismo punto en que se interrumpió.
En ocasiones como la presente, la apetencia de poder actúa como torrente de agua desbordada que no respeta barrera alguna que se interponga en su camino, dejando a su paso un rastro de ruina, desolación y silencio. Es la huella que en su recorrido deja siempre la corrupción del poder, clandestinamente obtenido.
Cuando el velo de la corrupción se levanta, a menudo nos encontramos enfocando nuestra atención únicamente en sus manifestaciones económicas, como si fueran los únicos tentáculos que la corrupción extiende hacia la sociedad. Sin embargo, en ese enfoque sesgado, inadvertidamente relegamos a las sombras sus raíces más obscenas y sus consecuencias más devastadoras. Me refiero, por supuesto, a la corrupción política, donde los ideales son sacrificados en el altar del pragmatismo más pedestre, donde la lealtad partidista y el beneficio personal se entrelazan en una danza siniestra, pavimentando el camino hacia operaciones subterráneas destinadas a enriquecer a unos pocos a expensas del bien común. También hablo de la corrupción social, un triste eco del contagio que ha transformado a nuestra nación en un pantano de descomposición y hediondez.
En este escenario moralmente desolador, aquellos que se abstienen de participar en el saqueo general son vistos con desconfianza, como si la integridad fuera un atributo despreciable. En el teatro de la política española, donde la limpieza se torna en un estigma, donde la inocencia puede llevar a uno a señalar la putrefacción que lo rodea, nos enfrentamos a una paradoja cruel. En nuestra supuesta democracia, supuesto bastión de los valores occidentales, nos hemos convertido en cómplices pasivos de una élite ávida de poder y corrupta hasta la médula, donde el servicio público se ha transformado en un bufé de auto indulgencia para estafadores, mentirosos y ladrones.
El endémico virus del poder, ha contaminado a casi todas las instituciones de la nación, desde los más altos órganos del Estado hasta los rincones más oscuros de los territorios autonómicos. Ya no se trata solo de aquellos que ostentan el mando —aparentemente— en nombre del pueblo, sino también de sus cómplices temporales, aquellos que los sostienen y manipulan en sus oscuros juegos de poder, siempre y cuando se jueguen a su favor. La ganancia, en última instancia, siempre es la misma.
En el momento en que, por razones de traición, el presidente del gobierno transfirió la dignidad de su juramento a un indigno y cobarde delincuente fugado en el maletero de un coche, el pueblo español empezó a temer por la seguridad de sus derechos y libertades. Dolorosamente, España vive en nuestros días, pendiente de la indignidad de una marioneta engolada y enamorada de sí misma, que grotescamente habla y se mueve según le dictan aquellos que se han sentado con él a jugar esta partida con cartas marcadas. Él sabe que está jugando con el propio diablo. Que está en juego su propia alma, y para tratar de salvarla —de momento— está dispuesto a aumentar la puesta con la de todos los españoles.
Atravesamos tiempos tormentosos, en los que en nombre de un falso diálogo y una no menos ilusoria convivencia, se señala con nombres y apellidos a aquellos a los que aún no han perdido su dignidad y garantizan nuestras libertades y derechos; a quienes persiguen lo injusto y corrigen los desmanes de todos sin excepción, incluidos los propios. Los jueces, los fiscales, los magistrados —los que por encima de todo siguen respetando el imperio de la ley, los que no están dispuestos a manchar sus togas con el polvo del camino— son en estos momentos, nuestra última fortaleza. Merecen nuestra admiración, nuestro respeto y nuestro incondicional apoyo, porque si ellos llegaran a arriar la bandera de la justicia, España estaría lista. Y nosotros también.
César Valdeolmillos Alonso