No existe democracia donde gobierna la sistemática irresponsabilidad de los políticos. Pese a que los telediarios nos mareen con declaraciones de comisarios indignos, pucherazos regionales periódicos y oficinas de conflictos de intereses que resuelven los propios interesados, lo que ingenuos y usufructuarios siguen llamando «Estado de derecho» no es sino una máscara.
No puede llamarse democracia al régimen que no es representativo, donde los españoles no elegimos a nuestros representantes», meros comisarios de los aparatos que controlan los partidos. Menos aún cuando ni siquiera podemos elegir al Presidente del gobierno que puede ser cualquier cretino apoyado en una secta. Y por último tampoco puede llamarse democracia un poder político que no está claramente dividido en tres que se controlen entre sí, además de por una justicia independiente.
Por eso, escuchando patria tu aflicción, que hoy provocan Sanchez y Puigdemont, y viendo diariamente las declaraciones de tantos miserables covachuelistas, es una pena que junto a la palabra «Demos» se haya perdido la otra voz que en la Iliada y la Odisea designa al pueblo, «Laos», que señalaba la parte activa de la comunidad que tomaba parte en acciones de guerra de conquista políticas a favor de un jefe heroico con el que «voluntariamente» se identificaba.
«Laocrático» designa así la «cualidad potencial o real del pueblo que se moviliza en grupo Constituyente» de la libertad política y de la democracia. Estos adjetivos permiten distinguir la «acción laocrática» de una parte del pueblo para distinguirla de lo que es «resultado democrático» para todo el pueblo.
Como escribió García-Trevijano en «la Gran Mentira», obra que explica brillantemente todas las enormes deficiencias de nuestro sistema, la tarea de una obra de pensamiento político debe ser la misma que la pedida por Beaumarchais a los hombres de teatro: poner al descubierto los vicios y abusos que se disfrazan bajo la máscara de las costumbres dominantes, pero proponiendo acciones que no solo hagan parecer ridículos esos vicios y abusos sino que destruya la propia máscara política que los ampara. Es decir la máscara que impide seguir llamando a nuestra organización política «Estado de derecho».
La historia se repite porque Trevijano reiteró hace tiempo el aldabonazo que en septiembre de 1931 lanzó Ortega cuando escribió el famoso: «No es esto, No es esto», para denunciar la peligrosa desviación de las cosas hacia el radicalismo, de la misma forma que está haciendo Pedro Sanchez, ignorante de todo aquello que no sea aferrarse indignamente al poder mediante la mayor de las corruptelas: ¡comprándolo!.
Con un gobierno que está corrompiendo la democracia sin ningun pudor vivimos en plena autocracia mientras comprobamos un dia tras otro que sin elecciones «directas y separadas» al Ejecutivo para elegir al Presidente, por una parte, y al Legislativo por otra, no puede existir en el Estado ni separación de poderes, ni garantía de libertad política.
Esa es «la Gran Mentira». No existe libertad política. Vivimos la farsa de un poder ilegítimo televisado por unos medios que repiten los intereses creados pero no, como debieran, las hazañas del poder vecindario deteniendo en la calle a unos atracadores, un hermoso precedente.
Seguirán otras Fonteovejunas para detener a más «atracadores» hasta echar al Comendador, protegido hoy por cuatro lugartenientes a los que les queda grande el casco que escupen veneno en los telediarios, otros pocos arrastrados covachuelistas sin dignidad y una pequeña secta de parientes y poderes económicos que lo apoyan o se callan, todos cubiertos por una máscara que sólo aquellos que viven o se están lucrando del poder se atreven a seguir llamando «Estado de Derecho».
Víctor Entrialgo