Una cámara acorazada de seguridad protege la corrupción gubernamental que ha traspasado todos los límites. Una corrosiva capa de óxido abriga a los ambiciosos saqueadores y traidores de la patria defendiéndolos de cuantos intrépidos osen dejar al descubierto cualquier resquicio que delate su inconfundible hedor nauseabundo. Pero la avaricia y la prepotencia, malas compañeras siempre, acaban rompiendo el saco y dejando el botín a la luz del sol. Es entonces cuando los siervos de las cloacas desenvainan sus espadas y no escatiman recursos con tal de permanecer anclados en su pocilga de lujo. La mentira en sus diversas expresiones es un arma poderosa que protege y arropa toda suerte de corrupción. Nos guste o no, es la fórmula milenaria para el mantenimiento del sistema, léase la seguridad de los Estados y la estabilidad social.
El pueblo sigue la trama de los tejemanejes políticos e institucionales, sin saber que la auténtica historia nunca se escenifica ante el público. A este se le distrae con el engaño del falso relato, las causas que no son tales, al tiempo que se le idiotiza con el clásico pan y circo, sustituido hoy por el recién estrenado metaverso y la inteligencia artificial que permite todo tipo de trucos, recreaciones y distracciones. Lo importante es evitar que el pueblo piense y reflexione, no vaya a ser que descubra la gran farsa: las grandes mentiras de las que ningún medio de comunicación habla; bien porque no se atreve, o porque ha pactado e integrado su estatus de “apesebrado” y está obligado a callar. Es vender el alma al diablo, y la lista es interminable. Casi todos.
En el último Foro de Davos, donde se juntan los representantes de las élites globalistas para dar cuenta y ponerse de acuerdo sobre las directrices que se deben implantar, se encontraron los inefables y bien avenidos Pedro Sánchez y Ursula von der Leyen. Ambos coinciden en la necesidad de la puesta en marcha de implacables leyes mordaza, con el pretexto de poner fin a los “bulos” y a la “desinformación”; es decir, la censura de todo aquello que disienta del relato oficial; todo lo contrario a la esencia del periodismo que, aparte de ofrecer información y opinión, es vigilar, controlar al poder y denunciar sus asuntos turbios.
En España la propuesta de perseguir “bulos” empezó en pleno confinamiento. Publicamos sobre esto en abril de 2020 cuando el gobierno socialcomunista nos acosaba diariamente con aquel parte de guerra, emitido por militares adscritos al régimen, antes de comer. ¡Eso sí eran bulos y propaganda de guerra!
Ahora, el escándalo del caso Bonnie & Clyde de nuestros días ha revolucionado a los fans de los atracos. Los beneficiarios del botín, es decir, todos los vividores del socialismo/comunismo, incluidos los de la Ceja de siempre, autoproclamados representantes de la cultura –nunca lo he entendido— se han sublevado mostrando su adhesión a la práctica del tráfico de influencias y de conseguir dinero como sea; eso sí, siempre de las mismas arcas, las del Estado, que se nutren de los impuestos de los ciudadanos. ¿O seguirán pensando que el dinero público no es de nadie, como dijo aquella ministra ocurrente? En cualquier caso, estos faranduleros de las subvenciones hacen cine a nuestra costa, aunque sus películas no las vea nadie.
Lo cierto es que el caso Sánchez-Begoña nos ha hecho caer en la cuenta del falso anclaje de nuestra libertad de expresión, de prensa e incluso de pensamiento. No en vano, el sueño de quienes dirigen el mundo es neuromodular nuestras actitudes y emociones, y, en cierta forma ya lo están haciendo.
Una parte de la prensa se siente víctima ahora porque están viendo la cara de la censura, en virtud de las amenazas gubernamentales y las peticiones de otros medios de comunicación creados y/o financiados por la izquierda. Saben que los van a amenazar, a censurar, a multar, a cerrar, o a cosas peores, siguiendo la dinámica de los países comunistas. Sienten que la libertad toca a su fin. ¿Pero éramos libres antes de ahora?, debemos preguntarnos. Algunos sí, ¿pero éramos libres todos? Hago esta pregunta porque la libertad es algo relativo dependiendo de la autoexigencia del periodista o del medio, o de los temas que se investigan y publican. Y la respuesta es no; no lo éramos. No lo somos desde hace tiempo; quizá no lo fuimos nunca, y ahora menos.
En la actualidad, tras la imposición del laicismo feroz, las subculturas woke y queer, la ideología de género con todos sus flecos, la presión de los lobbies LGTBI con su relato foucaultiano, el lenguaje inclusivo, el multiculturalismo, lo sostenible, lo resiliente, la gran mentira del cambio climático y la falacia de la pandemia con sus mascarillas, confinamientos y pinchazos, ruina de empresas y muchas mentiras al por mayor, quienes investigamos y escribimos tenemos que andar de puntillas con la pluma; y no digamos nada en Facebook o en los programas de YouTube. Poco a poco, en los últimos años, sobre todo desde marzo de 2020 y, en general, desde el aterrizaje en tropel de los objetivos de la Agenda 2030, hemos ido cayendo en la autocensura, aplicándonos la espantosa y obsoleta ley de prensa del ministro franquista don Manuel Fraga.
Ahora, la censura vuelve por decreto. Digamos que –aunque esto sea una contradictio in terminis—, de alguna manera, es una “censura democrática”, en el sentido de que todos seremos censurados. Es un despropósito propio de los regímenes totalitarios –este lo es—, pero para algunos no es ninguna novedad y ya hemos hecho el rodaje. ¿De qué podemos escribir en tiempo de censura? De todo, excepto de lo realmente importante, de aquello que pueda informar al ciudadano y ayudarlo a desprenderse del yugo de la manipulación; o de lo que suponga un peligro para el poder y sus propósitos. Se puede escribir con total “libertad” siempre que sea en la línea de los postulados del gobierno/sistema, es decir, hacer seguidismo de las grandes mentiras de diseño. Se puede escribir en “libertad” continuando con la falacia de la covid persistente, siempre en la línea de su relato inventado, de virus inexistentes. Pero silencio sobre lo que realmente causa la enfermedad; silencio sobre el grafeno en los viales, la red 5G, los campos electromagnéticos en general y el síndrome de irradiación aguda; silencio sobre la geoingeniería de nuestros cielos rayados; silencio sobre maneras de curar alternativas como el dióxido de cloro, la plata y el oro coloidal o la ivermectina; silencio sobre la ley de pandemias, sobre la Identificación Digital, las ciudades de quince minutos, los incendios provocados; los venenos autorizados en la alimentación, el transhumanismo y la destrucción del ser humano. Demasiados silencios. Demasiados temas tabú. Y son los realmente importantes. Casi todo lo que importa es censurable para este puñado de sátrapas.
Ahora todos seremos censurados, todos. Paradójicamente, algunos de los periodistas covidianos y medios de comunicación que en estos días agrios ponen el grito en el cielo por la amenaza de censura, nos censuraban a quienes sosteníamos criterios distintos sobre la pandemia y sus vectores; y nos insultaban llamándonos negacionistas y bebelejías –aludiendo al dióxido de cloro que tantas vidas salvó—, diciendo que éramos descerebrados e incluso que deberían aislarnos en campos de concentración. ¡Solo por haber visto la jugada anunciada de las élites y actuar en conciencia!
En nuestra opinión, los puntos citados en el párrafo anterior –de los que la prensa hace caso omiso y cuando los toca es para mentir y manipular— son mucho más importantes y trascendentes que el tráfico de influencias y los tejemanejes económicos de Begoña firmados por su marido el presidente, que no se va ni con agua caliente. Es cierto que es un escándalo que debe dirimirse en los tribunales, que nunca ningún político se había atrevido a nada igual y que Sánchez debería dimitir e irse, como muy cerca, a Siberia. Pero esto no deja de ser algo efímero y reversible, sin mayor trascendencia que la vergüenza de haber tenido a un psicópata al frente de la nación. Sin embargo, los temas citados de los que está prohibido hablar marcan un antes y un después en nuestro destino y en el del planeta con toda su flora y fauna. ¡Nos están envenenando en nuestras narices! Y esto sí es grave.
Magdalena del Amo
Psicóloga, periodista y escritora