Cuando no existían los teléfonos móviles, estos brillantes aparatitos que sirven para comunicarnos en tiempo real con una tía soltera de Australia y, también, para freír un huevo sin aceite, era tremendamente habitual que un señor de Albacete, con las mejillas escamadas por el sol, jurase por su padre que un ovni lo había abducido a las tres de la mañana en mitad de una loma, junto a los olivos. Ahora, cuando todo el mundo tiene en la mano un teléfono con que fotografiar absolutamente cualquier tontería, los ovnis, vaya usted a saber por qué, se han extinguido.
El amor, a determinada edad, como un ovni de fantasmagórica presencia, acaba también extinguiéndose. Cuando se es joven, el más apasionado amor se revela diariamente en cada esquina. Se enamora uno de una moza en los diez minutos que se tarda en ir a comprar el pan. Se enamora una chiquilla de un larguirucho desgreñado —oportunamente apostado en la persiana de la carpintería, soplándose el flequillo convulsivamente— en el breve trayecto que media entre el portal y el contenedor orgánico de basura. Se escriben versos floridos como churros se fríen un domingo de madrugada a la puerta de una discoteca. Cuántos acalorados romances se han iniciado en el umbral de un antro repugnante, compartiendo un cigarrillo. A los veinte años, uno se enamora por castigo. Bellísimos torrentes de arrebolado amor se precipitan continuamente por las tortuosas callejuelas de la juventud.
A los cincuenta años el amor desaparece. Es el espectro que se desvanece súbitamente cuando accionamos el grosero interruptor de la luz. Es el inocente sueño de un niño desbaratado por el brusco manotazo de la terca madurez. Observamos, sin embargo, las felices y ruidosas uniones entre personas que han superado ya los cincuenta. Los vemos paseándose por las calles más concurridas, haciendo aspavientos, radiantes de aparente alegría, visiblemente ansiosos por que el mundo entero presencie su dicha. ¿Es amor? No, en absoluto. A poco que arrimemos la lupa, comprenderemos que se trata de un profundo pánico a la soledad futura. Es un práctico y patético acuerdo mutuo de supervivencia. No obstante, toda regla tiene su excepción: qué envidiable episodio de amor puro, de excelso amor inmaculado, qué arrebatadora escena la de esa explosión de virginal deseo entre un murciano de ochenta y siete años y una ecuatoriana de veintidós. Ah, con qué elevada frustración, con qué codicia los contemplamos. Quién pudiera deleitarse con las mieles de tan sincera pasión.
La desaparición del amor, en estas etapas otoñales de la vida, es proporcionalmente inversa a la sorprendente reaparición de la fe. Se han dado casos de jóvenes e irredentos ateos que en la edad madura han recorrido las calles descalzos, cargando a la espalda con una robusta cruz de tres metros de largo, sacudiéndose el lomo con un vergajo. El amor se esfuma y la fe renace, esa misma fe que, tres días después de la primera comunión, se olvidó en un cajón del armario, junto con el compás y el estuche de los rotuladores. Dulce consuelo, qué duda cabe