OPINIÓN

Israel de la Rosa: «Los impostores»

Israel de la Rosa: "Los impostores"

Vaya usted a saber cuáles son las razones que mueven a un individuo a usurpar una identidad ajena. Averigüe usted, si tiene un momento, mientras sumerge la galleta en el café, ya frío, cuáles son los verdaderos motivos que podrían arrastrar a una persona a fingir que es aquello que no es. O aquello que habría querido ser pero que no pudo ser por un exceso de desidia, o de cobardía, o de falsos escrúpulos. Vaya usted a saber, si logra hurtar un valioso minuto a su apretada agenda, mientras bosteza amargamente frente al bocadillo, ya frío, cuáles son los argumentos fabulosos que esgrime el resquebrajado sentido común de un impostor para cubrirse con la piel de una persona ficticia, de alguien que no existe más que en su imaginación, de una personalidad que ha diseñado minuciosamente entre los barrotes de su infame y oscura fantasía, pues atrapado se halla, aparentemente, en un laberinto insoportable de falacias y mediocridad.

Los impostores nos rodean por todas partes, cotidianamente. A algunos hemos llegado incluso a amarlos. Los impostores han penetrado en los entornos más íntimos de nuestra vida. Los impostores nos estrechan la mano, sonríen cordialmente, nos brindan sonrisas cálidas, se sientan a nuestra mesa, nos acompañan en los duelos, en los momentos de felicidad, en los vestíbulos hoy desangelados y en los salones mañana abarrotados. Los impostores nos abarcan en un tierno abrazo y nos prometen que todo irá bien. Adoptan una presencia robada para ganarse nuestra estima, para seducirnos insidiosamente con su engaño alambicado, para conseguir un puesto de trabajo, para acariciar un lugar preferente, para ascender los peldaños de un trono que no les corresponde, para descollar en el horizonte purpúreo de una sociedad abigarrada, para alcanzar una posición de éxito en la vida, un lugar privilegiado, prohibido para ellos, negado a su incompetencia, que su ansia ha perseguido siempre con enfermizo tesón.

Desgarrador resulta despojar finalmente a un impostor de su disfraz cuando durante tanto tiempo habíamos visto en él a un amigo, a un compañero, a un amante, a un preciado aliado. En algunos casos, el terrible descubrimiento de la farsa ha llegado a convertirse en un episodio grotesco, que podría servirnos para reír abiertamente, para dejarnos llevar por la saludable carcajada, si las lágrimas, tan inoportunas, no nos impidieran disfrutar de la escena: «Y dice usted que su marido tenía una doble vida en Albacete, que convivía con otra mujer y tres hijos pequeños.» «Así es, pero me juró que me quería, me juró que me quería mucho.»

Pero el lado más conmovedor de esta singular tragedia —tan habitual, tan frecuente que estremece pensarlo—, el lado más humano y patético de este triste fenómeno de la usurpación es el que se revela al comprobar que muchos de estos impostores se suplantan a sí mismos: advertimos que, en realidad, están fingiendo ser aquellas personas nobles y admirables que un día fueron, mucho tiempo atrás.

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