La mente de un obstinado terraplanista es como la de un niño, ingenua, terca, creativa, infatigable. Puede verse en esa rebeldía, en esa vehemente transgresión de la coherencia y de la lógica, una emoción muy similar a la de un empecinado Quijote, el idealismo romántico y exaltado de un temerario aventurero. Pero el terraplanista no se limita a proponer su teoría, la impone, y censura la crítica pataleando. La tozudez de su delirio es admirable, como admirable es la extravagancia de sus conjeturas, como admirable es su intolerancia a los argumentos contrarios, a la realidad. Nadie más intolerante —preciosa paradoja— que aquel que se desgañita exigiendo tolerancia.
Ah, qué hermoso sería visualizar ese pretendido universo plano: la luna colgada de un hilillo plateado en una esquinita del firmamento, como un dibujo escolar en el cuarto de un chiquillo, como adorno en una fiesta de cumpleaños, una luna arqueada y sonriente con un sombrerito malva. El sol en el centro, pendiendo de un cordel, una pelotita hueca de cartón sobredorado, rotando sobre sí misma como una bola fea cubierta de espejitos en una discoteca de los 90. Los océanos limitados por un muro de baldosas blancas, y en la cima de estos muros multitud de coquetas macetas alineadas, y más allá de los geranios y de los claveles una superficie tapizada de un bellísimo y lustroso césped, y decenas de mesitas plegables de verano, entre montañas de gomaespuma. Los barcos, atiborrados de curiosos, rebotando en las orillas amuralladas y enfilando distintos rumbos, al azar, cual veleros cabeceantes de papel navegando en la estrechez de un charco. Aviones volando permanentemente en círculo, como gaviotas de trapo. Para evitar que los niños se precipiten en el abismo circundante, en los extremos vacíos de esta tierra nivelada y cuadrangular, para impedir que las criaturas caigan en ese hondo infierno, en ese foso estremecedor habitado por los ceñudos demonios de Dante, una tupida barrera elevada de alegres guirnaldas y algún cartelito anunciando restaurantes de comida rápida. Ah, qué deliciosas imágenes, qué primorosa existencia plana, qué estúpida fantasía, qué burdo y descuidado engañabobos.
Pero este mundo esférico e imperfecto está plagado de perfectos locos, y todos ellos despiertan, sin sospecharlo y a su pesar, una cuota particular de ternura, una dosis inevitable de sincera simpatía. Los hay, en efecto: ignorantes que apuestan por la horizontalidad de los planetas, volviendo deliberadamente la espalda a las pruebas, a la demostración empírica, a la evidencia, pero también los hay que apuestan, arrastrados en ese mismo cauce de locura, por la inmaculada honorabilidad de la clase política; los hay que creen ciegamente en la justicia, en una justicia infalible, y los hay que encuentran, en la promesa de un amigo, un juramento sagrado, infrangible. Existen personas que sueñan porfiadamente con un mundo en paz, libre de conflictos, desprovisto de guerras y de sangre, individuos que sueñan con un mundo hermano, y existen asimismo personas cándidas, se nos desgarra aquí el alma, que confían en la durabilidad infinita del amor.