OPINIÓN

César Valdeolmillos Alonso: «Este es el momento»

César Valdeolmillos Alonso: "Este es el momento"

«El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente.» Lord Acton

La Herida Abierta y la Agonía del Poder

La sociedad española respira hoy un aire denso, cargado de indignación y desencanto. La sucesión de escándalos de corrupción que salpican al partido en el gobierno, el PSOE, y a su propia estructura ejecutiva, investigados por la Guardia Civil, no son solo casos aislados como nos dicen los voceros autorizados. Son síntomas de una patología profunda que corroe la confianza ciudadana. La herida no proviene únicamente de la revelación de las felonías —graves en sí mismas—, sino de la empecinada y desafiante actitud que exhibe su máximo responsable, Pedro Sánchez. Ante la evidencia creciente, su negativa a asumir la más mínima responsabilidad política, su rechazo a la dimisión y su aferramiento encolerizado al sillón de La Moncloa, recuerdan más al berrinche de un niño aferrado al juguete que le quieren quitar que a la dignidad que exige el liderazgo de una nación.

Esta postura ocurre en un contexto surrealista. Mientras Tezanos presenta encuestas que, con una indecencia institucional que avergüenza a la ciencia política, otorgan al PSOE una ventaja de siete puntos sobre el PP, la realidad palpita de forma muy distinta. El Gobierno de Sánchez no solo está herido; está enfermo y en fase terminal. Su agonía puede ser más o menos larga, el estertor más o menos peligroso para el país, pero a estas alturas, su final es irreversible.

La lógica política, esa fuerza inexorable que rige el devenir de las naciones, apunta ya un próximo relevo en la aritmética parlamentaria. Es en este contexto donde el principal partido de la oposición, el PP, celebra su congreso este fin de semana, no solo para elegir líderes, sino para trazar la hoja de ruta que deberá guiar al gobierno que ha de capitanear una nueva legislatura. El país aguarda cansado pero expectante.

La Demolición Programada y el Barro del Desborde Ético

Para comprender la gravedad del momento presente, debemos retroceder partiendo de una premisa incontestable: la corrupción persigue al poder porque este representa la garantía más efectiva para su supervivencia y expansión, socavando la confianza social y debilitando las instituciones democráticas que deberían proteger a la sociedad del abuso y la injusticia.

Desde que José Luis Rodríguez Zapatero accedió a la Secretaría General del PSOE, y salvo el paréntesis de un Rajoy más preocupado por la gestión aséptica que por la confrontación ideológica radical, los sucesivos gobiernos socialistas han centrado sus esfuerzos en un proyecto furtivo y persistente: la ilegitimación y el minado sistemático de los cimientos de la ingente obra colectiva del pueblo español durante la Transición. Empleo deliberadamente el término “pueblo” porque aquel proceso fue fruto del esfuerzo, el consenso y la ilusión de millones de españoles anónimos en los cruciales años del 76, 77 y 78, culminando en el gran pacto constitucional refrendado por una inmensa mayoría.

Esta labor de demolición solo habría alcanzado legitimidad mediante dos requisitos simultáneos. En primer término, exigía plasmar de manera clara, explícita y central en los programas electorales de las formaciones implicadas el propósito de desmontar el ‘Estado del 78’, permitiendo así al elector discernir no solo a quién votaba, sino con qué objetivos precisos lo hacía. En segundo término, requería someterse escrupulosamente a los mecanismos que la propia Constitución establece para su reforma.

Sin embargo, el PSOE, decidido a iniciar la senda hacia la instauración de una Tercera República pero consciente de que jamás lograría sus objetivos por la vía constitucional (por falta de apoyo suficiente o por la naturaleza misma de los cambios deseados), optó por la vía rápida y tortuosa. Decidió prescindir de cualquier atisbo de ética política —no hablemos ya de moral— y «echarse al monte». Tejió un nuevo Frente Popular, una coalición oportunista con fuerzas políticas cuya única razón de ser conjunta era beneficiarse del desmantelamiento del orden constitucional vigente, cada una por sus propias razones, a menudo incompatibles entre sí salvo en ese objetivo común de demolición.

Aquí reside la raíz de la podredumbre actual: pero para despejar el camino a sus propósitos era necesario dinamitar los diques que constituían la ética, la moral y la justicia.

Cuando el poder decide saltarse sus propias reglas, cuando rompe los límites que lo contienen, se desencadena una catástrofe en cadena. Los diques caen uno tras otro, como fichas de Dominó. Es el momento en que las palabras pierden su significado original, vaciándose de contenido o pervirtiéndose. La ley, antaño pilar de la justicia y garante de la igualdad, se transforma en una grotesca máscara. Se convierte en pintura de brocha gorda aplicada sobre el capricho del momento, en normas vacías maleables al antojo de quien detenta el poder, que se burla descaradamente de los ciudadanos a quienes debería servir.

En este nuevo escenario pantanoso, todo se vuelve negociable: la verdad se relativiza o se oculta, la dignidad humana se transa por votos o prebendas, incluso la memoria histórica se manipula y se instrumentaliza para alimentar rencores. La política degenera en un «mercado de valores morales en liquidación», donde los principios se subastan al mejor postor. Y los ciudadanos, otrora actores fundamentales de la democracia, son reducidos a meros espectadores impotentes, testigos del lento naufragio de su propio sistema, de su propio futuro.

Cuando caen los diques morales, no queda el vacío. Queda el barro. Y en el barro, todo se confunde, se funde con…, se contamina. Las fronteras entre el bien y el mal se difuminan hasta desaparecer. La justicia se disfraza de venganza partidista. El liderazgo se corrompe, contaminado por una ambición desmedida que ahoga el servicio al bien común. La línea que separa lo correcto de lo simplemente lucrativo o conveniente para mantenerse en el poder se desdibuja hasta la invisibilidad. Y el poder, liberado de todo cauce, de toda contención ética o legal, se convierte en una fuerza ciega, destructiva e implacable.

Lo más trágico no es que el agua se desborde. Es que, sin cauce, ya no hay río. Solo hay inundación. Y entonces, «el oscuro río del poder – sin límites que lo contengan ni orillas que lo guíen – arrasa con todo a su paso. No construye. No fertiliza. Solo arrasa. Devora instituciones, sepulta la confianza, erosiona la cohesión social y deja un paisaje yermo de desilusión y cinismo.

Esta inundación devastadora no es una metáfora literaria. Se materializa en los cientos de folios de sumarios judiciales que destapan la mecánica perversa del poder. El ‘Caso Mediador’ revela la presunta trama de comisiones en contratos sanitarios durante la pandemia, con imputados en el Ministerio de Transportes. El ‘Caso Koldo’ exhibe el enriquecimiento ilícito del exasesor de un ministro socialista mediante sobreprecios en mascarillas. La sentencia firme del ‘Caso ERE’ (Andalucía) demostró el desvío de 680 millones de euros en subvenciones falsas, con 19 condenados del PSOE-andaluz. Y el ‘Caso Lezo’ desnuda las redes clientelares en Madrid donde contratos públicos se troceaban como botín.

Estos escándalos comparten un mismo gen corrupto. Mientras en los discursos hablan de ‘protección social’ (EREs) o ‘gestión de emergencias’ (pandemia), en los sumarios aparecen facturas falsas (Mediador) y contratos inflados un 400% (Koldo). Mientras empresarios confiesan comisiones, los responsables políticos –ministros, exconsejeros– dicen que “no hay caso”, niegan la evidencia y cualquier vínculo con esos ‘fallos técnicos’. Y, mientras España ve cómo su dinero público se esfuma en empresas pantalla (Lezo), la impunidad escala por la pirámide del poder sin que nadie asuma responsabilidades.

En el gran teatro de la política española, tras la fingida nobleza de una iniciativa social, el saqueo ejecuta su obra maestra entre bastidores.

Cuando un exdirector general del Gobierno admite en el juzgado que firmó «lo que me dijeron» sin revisar cifras, o cuando un empresario confiesa pagar comisiones «para acceder a fondos europeos», desmontan el relato oficial. La tragedia no es solo el dinero robado —que debía construir hospitales o crear empleo—, sino la conversión del Estado en un supermercado de impunidad donde todo tiene precio: desde silencios hasta sentencias.

Los tribunales sustentan lo que La Moncloa niega: tras la máscara del ‘progresismo’, se escondía el saqueo metódico. No fue ideología. Fue cleptocracia.

La historia española reciente ofrece un ejemplo paradigmático de cómo cae la primera piedra y se inicia el desmoronamiento: la sentencia del juez De Prada en el caso Gürtel. Una sentencia posteriormente modificada de forma significativa por el Tribunal Supremo, que dejó claro que los «juicios de valor» vertidos en ella sobre el PP como organización no eran objeto del proceso ni tenían base probatoria suficiente, y que el partido no había sido condenado penalmente como tal. Hasta el punto de que el propio juez De Prada fue apartado de otras causas relacionadas con el PP por haber comprometido su imparcialidad. Pero Pedro Sánchez, oportunistamente hábil, ya había utilizado esa sentencia – y sus controvertidos «juicios de valor» – como único y frágil punto de apoyo para lanzar desde La Moncloa a Mariano Rajoy mediante una moción de censura.

La sentencia de De Prada no fue solo un fallo judicial; fue un terremoto político. Reconfiguró violentamente el tablero español: Rajoy se convirtió en el primer presidente derrocado por una moción de censura que se sustentó, esencialmente, en unos «juicios de valor» introducidos ad hoc en una sentencia que no los avalaba en su ámbito jurídico y que serían rectificados después. Todo muy oportuno. Todo muy coincidente. Fue el primer gran triunfo de la estrategia de la demolición por cualquier medio, del desborde calculado de los diques institucionales y éticos. Fue la primera gran inundación.

El Relevo y la Imperiosa Reconstrucción de los Diques

El amanecer de un relevo de Gobierno, y más crucialmente, de un relevo en la forma de hacer política, se perfila ya con claridad en el horizonte político español. La sociedad, herida pero no vencida, clama por ello. El Partido Popular, como principal fuerza de oposición, se prepara para asumir esa responsabilidad histórica. Su congreso de este fin de semana no es un mero trámite interno; es el crisol del que debe surgir una oferta política clara, sólida y, sobre todo, esperanzadora. Una hoja de ruta que ilusione al pueblo español y devuelva la credibilidad a España ante la comunidad internacional, tan alarmada por el rumbo errático y la degradación institucional de los últimos años.

Sin embargo, el futuro Gobierno que emane de este proceso de relevo afronta desafíos monumentales. Su credibilidad no será un regalo; estará directamente labrada con la profundidad y la sinceridad de la «limpia» que realice. Se encontrará con una Moncloa y una Administración impregnadas de la «podredumbre» dejada por las prácticas del sanchismo y su entorno: opacidad, clientelismo, instrumentalización de las instituciones, erosión de la separación de poderes, y una corrupción que ha ido aflorando de manera alarmante. La desinfección debe ser radical, transparente y ejemplarizante. No bastarán gestos; se exigirán hechos.

Pero la tarea va más allá de la mera limpieza. Analizadas las «vías de agua» abiertas deliberadamente durante los mandatos de Zapatero y, sobre todo, de Sánchez para hundir la «nave de la Constitución», el próximo gobierno, y los que le sucedan, si tienen auténtico sentido de Estado, tienen por delante la compleja y urgente labor de reconstruir y reforzar los diques. Es imperativo tomar medidas legales, institucionales y culturales para que esas vías de agua —la politización de la justicia, el abuso del decreto-ley, el menosprecio al Parlamento, la manipulación de los organismos reguladores, la erosión del lenguaje y la verdad, el clientelismo— queden bien selladas y no puedan volver a abrirse en el futuro. Se trata de blindar la democracia constitucional contra nuevos asaltos desde el poder. Esto implica:

Reforzar la independencia judicial de manera tangible e incontestable.

Recuperar el prestigio y la centralidad del Parlamento como sede del debate y la elaboración legislativa.

Garantizar la neutralidad y profesionalidad de los organismos reguladores y de los medios públicos.

Promover una regeneración ética en la vida pública, con códigos de conducta exigentes y mecanismos de sanción efectivos.

Defender la integridad del lenguaje y la verdad como pilares del debate democrático.

La Encrucijada y el Llamamiento

España se encuentra en una encrucijada decisiva. El resumen de nuestra situación es lapidario:

Ha llegado el momento de que toda la sociedad española, sin excepción, haga un análisis profundo y realista: ¿Dónde queremos estar?

¿En el lado de las democracias occidentales sólidas? ¿Aquellas que se sustentan en el Estado de Derecho, el respeto a las instituciones, la separación de poderes, la alternancia pacífica, el pluralismo respetuoso y la defensa de las libertades individuales? ¿Democracias donde el poder tiene diques firmes y los ciudadanos son los verdaderos soberanos?

¿O en el lado de los países sumidos en el autoritarismo rampante? ¿Aquellos donde el populismo, la polarización tóxica, el culto al líder, la manipulación de la ley, el control de los medios y la corrupción sistémica son la norma. Países donde los diques éticos se han derrumbado y el poder inunda y arrasa sin control?

Es imperativo ser conscientes de que la responsabilidad de conservar y fortalecer nuestra democracia no recae solo en los políticos. Es responsabilidad de todos y cada uno de los españoles. En nuestras manos está elegir el camino. Solo unidos, mirando al futuro con determinación y altura de miras, dispuestos al sacrificio y al esfuerzo que exige la defensa de lo común frente a los intereses particulares o partidistas, podremos drenar el barro, reconstruir los diques rotos y recuperar el cauce limpio de la convivencia, la prosperidad y el lugar que por derecho nos corresponde en el concierto internacional. La democracia exige vigilancia permanente y compromiso activo. Este es el momento. La elección es nuestra. La hora es ahora.

César Valdeolmillos Alonso

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