Una conjura con nombre de Estatuto

Ramón Ibero
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Entre otros muchos fines no menos ilegítimos y éticamente reprobables, el llamado Estatuto de Cataluña se propone ahora legalizar –-y por vía indirecta legitimar—, como hecho consumado inamovible e irreversible, un modelo de sociedad caracterizado por la existencia de una comunidad minoritaria no ya hegemónica sino abiertamente opresora y una comunidad mayoritaria y paradójicamente oprimida.

Por lo tanto, conviene tener presente en todo momento que se trata de un documento jurídico intrínsecamente antidemocrático, anticonstitucional y, lo que es infinitamente más grave, inmoral, habida cuenta que se asienta en una cadena de fraudes y abusos legales que arranca de sus mismos orígenes: el inicio de la actividad legislativa del Parlamento de Cataluña.

Desde entonces, los partidos catalanes/catalanistas, siguiendo rigurosamente un plan poseedor de todas las características de una conjura y utilizando sistemáticamente métodos contrarios a los principios éticos más elementales, se han dedicado afanosamente a beneficiar la reducida parcela política del Principado hasta hacerse con la representación poco menos que absoluta y exclusiva de su población o, lo que es igual, de las comunidades de lengua castellana y lengua catalana en todos los organismos públicos y, de manera especial, en el Parlamento.

Ahora, en Cataluña hay ciudadanos que poseen derecho de voto y representación propia, pero aún hay muchos más ciudadanos que sólo poseen derecho de voto, no representación propia, toda vez que ésta, junto con otros derechos constitucionales, les ha sido arrebatada y usurpada por partidos políticos que, además de actuar como catalizadores/catalanizadores de opiniones y votos, han formado un frente nacional a la vez separatista y totalitario. Dentro de esa línea, no es disparatado imaginar que si un día esos partidos políticos deciden poner fin a la actual escenificación democrática, sus propuestas (léase consignas y proclamas) serán aprobadas no con el noventa por ciento de los votos a favor sino por unanimidad. Siempre, claro está, que sus promotores y valedores consigan mantener un control de la sociedad y sus miembros igual o superior al actual.

En cualquier caso, lo cierto es que, hoy por hoy, el que vota en Cataluña vota necesaria e indefectiblemente separatista. Y aunque es muy cierto que no todos los habitantes de esta región española –¿me es permitido llamarla así?— son separatistas, lo son los partidos políticos por obra y gracia de sus líderes y, en consecuencia, también las leyes promulgadas por su Parlamento, un Parlamento en el que -–hay que decirlo una y mil veces– más del sesenta por ciento de la población de Cataluña no tiene representación propia, directa y democrática, pues, para colmo de nuestras desdichas, a la situación descrita se suma el hecho de que el Partido Popular de estas tierras está en manos de un Josep Piqué picado de pragmatismo burgués y deslealtad congénita.

Ésa es la llamada vía catalana, sintetizada en la ya vieja y conocida fórmula: democracia formal en la superficie y dictadura real en el fondo. Una democracia formal que, como ahora, es pura comedia de enredo y una dictadura tan real como las grandes fuerzas matrices y motrices de toda sociedad avanzada: el poder político, el poder económico, el poder mediático. La novedad de la variante aportada por nuestros aliados actuales está en su sistema de recaudación y distribución, que dice y enseña: lo nuestro sólo para nosotros y lo vuestro a repartir entre todos.

De acuerdo con lo expuesto, las leyes promulgadas por el Parlamento de Cataluña no son legítimas, ya que no es un Parlamento auténticamente democrático o, lo que en este caso concreto es igual, representativo de la realidad demográfica, social y política del Principado, una realidad caracterizada a lo largo de los siglos y sobre todo en la actualidad por la coexistencia e incluso convivencia, tan viva como sorprendente, de dos comunidades sociolingüísticas, ora imbricadas ora yuxtapuestas.

Y toda vez que, a nuestro entender, esa realidad debe ser a un mismo tiempo marco y referencia de todo proyecto legislativo presidido por criterios de racionalidad y equidad, nos parece evidente que sólo pueden aspirar a la condición de legítimas las leyes que respeten debidamente el orden social de ahí emanado y traten de mejorarlo con métodos y recursos ética y jurídicamente lícitos.

Pero como quiera que la situación actual de Cataluña está presidida con carácter exclusivo y excluyente por un Estatuto concebido a modo de declaración de guerra de un frente nacional siempre cordialmente desleal y furtivamente beligerante, con una legalidad puramente formal como triste y maltrecho telón de fondo, hay razones sobradas para hablar tanto de perversión de la democracia por fraude de ley como de fraude de ley por perversión de la democracia.

En cualquier caso, ése es el delito, definido aquí y ahora como conjura, que queremos denunciar y, si nos fuera posible, condenar y erradicar. Y lo hacemos movidos no tanto por el convencimiento, obtenido gracias al estudio de la historia, de que nunca nadie consiguió engañar a toda una sociedad durante todo el tiempo cuanto por la certeza, hecha razón última en boca de Aristóteles, de que el ser humano ha sido creado para conocer la verdad y la justicia.

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