Cómo se fabrica la Memoria Histórica

Joaquín Fernández
Profesor emérito de la Universidad de Barcelona
Especial para Periodista Digital

Vivía yo en Jaén, con nueve años recién cumplidos, cuando estalló la Guerra Civil. El día 16 de agosto sacaron unos 300 presos de la Catedral, que había sido reconvertida en cárcel para fascistas. En aquella época se llamaba fascistas –mejor dicho, facistas; no en vano Jaén es una provincia andaluza- a los aristócratas, los ricos, los terratenientes, los que iban a misa, y a los curas, que iban a misa más que nadie; entre ellos, el obispo de Jaén, don Manuel Basulto.

En el argot de la guerra, la operación de sacar presos políticos de la cárcel para asesinarlos se llamaba ‘saca’. Se asegura que, en este caso, se trataba de llevarlos a una cárcel más segura para evitar que fueran asesinados. Parece una explicación verosímil, porque hubiera sido un dispendio inútil hacer un viaje de 320 kilómetros cuando tan fácil hubiera sido asesinarlos en Jaén o sus alrededores, pero el tren fue asaltado en Getafe, cerca de Madrid, por turbas incontroladas y acabaron todos asesinados.

Al acabar la guerra regresaron a Jaén los restos mortales en una ceremonia que pretendió ser fúnebre y a mí me pareció macabra. Desde la estación de ferrocarril subieron unos cuarenta féretros por el llamado ‘Paseo de la Estación’. En cada féretro, portado por unos diez hombres, debería haber los restos de 6 u 8 asesinados. Los hombros de los portadores se iban ensuciando de un líquido negro y viscoso que procedía del interior.

Finalmente, los restos fueron enterrados en la Catedral, en una capilla adjunta, a la que llaman (si no le han cambiado el nombre) Cripta de los caídos. En 1956, Tomás Borrás relató este suceso, junto con otras tropelías cometidas en la zona republicana, en su novela Checas de Madrid, de la que proceden los siguientes párrafos:

«…Traíamos trescientos prisioneros fascistas, de Jaén y los pueblos de alrededor (…) burgueses, sanguijuelas. En Getafe estaban las milicias del pueblo con las de Madrid y los cogieron y allí mismo en la estación fusilaron a los trescientos. (Pág. 28)

…No ha quedao ni medio propietario en la Mancha. A unos, al pozo bien amarraos, y si no tenía agua, cartucho de dinamita… en Socuéllamos tó es ya de los braceros. (Pág. 34)

…Pero lo de Oropesa es la consagración. Allí encontramos al cura, y le hemos toreao… pero que bien picao… Después de las banderillas, con navajas… dos cuartas de machete… (Pág. 35)

…Empezó a limarle el hueso del tobillo… el cuerpo se sacudió con latigazos de dolor… El miliciano seguía limando el hueso, ya pringadas las manos de esquirlas y fibras de músculos. Se detuvo: “¿Sabes dónde está el jesuita?” (Pág. 37)

…Dejó sobre la mesa del escribiente un talego terciado de carga… … ¿Son caracoles? Le resbalaba entre los dedos un puñado de ojos humanos. (Pág. 36)

…Los párpados y la boca los tenía cosidos con imperdibles (Pág. 67)

…Vino el forense y certificó “defunción por hemorragia”. (Pág. 129)

…Se ha inventado el tiro del panecillo, que no te falla con los médicos ni con los comisarios políticos. Pones el pan delante, disparas y la herida es limpia, sin quemadura ni fogonazo (Pág. 133)

…”yo, en cuanto me cure, me atizo el tiro del panecillo (Pág. 134)»

Casi cuarenta años después debió caer esta novela en manos de Francisco Umbral y tanto le gustó el argumento que decidió copiarlo. Pero había un pero: conocido como progre, no podía contribuir a divulgar tales barbaridades de los suyos. Ingenioso como es, encontró la manera de eliminar el pero: endilgar a los fascistas lo que Borrás atribuía a los rojos. Así nació su novela Madrid 1940: memorias de un joven fascista, en la que se puede leer algunos párrafos como los siguientes:

«…Al parar en Getafe el tren que venía de Jaén, cargado de braceros que habían amagado la revolución agraria, la tierra para el que la trabaja, fueron fusilados trescientos. (Pág. 126)

…En la Mancha, por Socuéllamos y por ahí, también hay mucha persecución del campesino marxista. Unos al pozo, otros cartucho de dinamita. (Pág. 126)

…En Oropesa se ha toreado al cabecilla sindical, picado y bien picado, y luego las banderillas con navaja y finalmente el machete. (Pág. 126)

…Al que no quiere confesar se le liman los tobillos. (Pág. 129)

…También se sacan los ojos, en puñados, y los meten en sacos, como si fueran almejas. (Pág. 126)

…Algunos acaban con los párpados y la boca cosidos con imperdibles, para que no sigan blasfemando. (Pág. 129)

…A nuestros fusilados los llaman los médicos “defunción por hemorragia” (Pág. 166)

…Me doy el tiro del panecillo (dispararse en un hombro a través un pan) para que no me obliguen al trabajo sucio de las sacas nocturnas (Pág. 167)»

Así se fabrica la memoria historia. Ahora el plagio se llama ‘intertextualidad. La de Umbral es muy suya, como todo lo suyo: intertextualidad inversa, especular y especulativa. No ignoro que la novela histórica se puede permitir ciertas libertades, pero ningún escritor serio relataría la muerte de Bruto a manos de Julio César.

Son multitud los que conocen la Historia por las novelas. Umbral no podía ignorarlo; ¿o tal vez lo hizo por eso? En el Prólogo confiesa su propósito informativo y su carácter testimonial: “el testimonio de un genocidio, de un cautelar y silencioso holocausto, pienso que puede seguir interesando a muchos, a algunos.” (Pág. 10) No menos cínica es la descripción que hace el editor en la contraportada:

«…las conspiraciones de aquella España nada ‘unitaria’ hacen del libro un ‘episodio nacional’ donde la pluma de Francisco Umbral se mueve con violencia, gran riqueza de información, claridad en el dato, puntualidad en el crimen y gran plasticidad y viveza de conjunto.»

Como, por diversas razones que no vienen al caso, los lectores de Francisco Umbral son más numerosos que los de Tomás Borrás, es probable que en los anaqueles de las diversas memorias históricas individuales cuelguen más copias del primero que originales del segundo.

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