Negociación

Ángel Ruiz Cediel
angelruizcediel.com
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El debate -seguramente de forma interesada- está en la calle, en los medios, quién sabe si para que los logros o los fracasos que se obtengan sea cosa de todos, si nada más que como coartada de lo que ya se sabe un despropósito o si con ocultas intenciones que se me escapan pero que puedo suponer: Neogociar con ETA.

¿Se debe negociar algo con ETA?… ¿Qué es ETA?… Hasta donde sabemos ETA es un grupúsculo independentista vasco que ha promovido por las armas y los asesinatos más o menos selectivos la emancipación de su país de España. Había un tiempo no muy remoto en que el país de uno era su pueblo de nacimiento, a la vez que el Estado en el que había sido alumbrado; pero el país al que ETA se refiere es a las seis provincias vascas, según su credo: las cuatro españolas (Álava, Guipúzcoa, Vizcaya y Navarra) y las dos francesas (Laupurdi y Zuberoa), además de ese departamento del país hermano y vecino que ellos nombran como Baja Navarra o Nafarroa Beherea. Sin embargo, ni todos los vascos quieren esa independecnia (ni aun la mayoría, aunque la mayoría calle y parezca que asienta), ni a todos les caracteriza un pensamiento o una ideología así de radical, ni la lucha o las argumentaciones de esos etarras son del todo justas y mucho menos prístinas, que si bien hubo en ocsiones atentados (crímenes, al fin y al cabo) selectivos, en la memoria de todos tenemos que no siempre ha sido así y que también han menudeado las masacres indiscriminadas, conculcando de esta manera las leyes de la guerra, cosa que hacen casi todos los combatientes de no importa qué sentido, bando o conflicto, aplicándose la eximente completa de que en toda guerra mueren inocentes, y a otra cosa. Será la cosa ésa de los daños colaterales que también les viene a quienes no respetan la vida de los demás.

Que terminar con un conflicto siempre es algo plausible y que la continuación del mismo sólo genera más víctimas y más odio y extiende más el mismo conflicto, es algo que se calla por sabido; pero ¿es realmente esto lo que se negocia?… Arrepentidos los quiere Dios, y no creo que nadie en su sano juicio no perdonara a aquél que, vencido por las evidencias y arrepentido del terrible desvarío que le empujó a la sangre, abandona los eriales de la muerte porque se ha fascinado por la belleza de los campos de la vida. El odio es cosa de hombres; el perdón, de dioses. Perdonemos pues; pero ¿negociar?… ¿Qué, o con qué cadáveres sobre la mesa?… ¿Acaso negociar no es cosa de negociantes, que es decir de mercaderes?… ¿Con qué se mercadeará, ya que de intercambio se trata, de dar algo para recibir algo a cambio?… ¿Tal vez paz por olvido?… ¿Y qué se puede aprender del olvido?… Perdonar sin olvidar es algo positivo, incluso cuando se hace con uno mismo; si se olvida no hay provecho, y habrá que repetir la lección tarde o temprano. Las heridas a medio cerrar duelen toda la vida. Y hasta es posible que se incite a otros a infligir daño importante y cuantioso, que si es lo baste grande se forzará a la contraparte a mercadear.

Tal vez entre los etarras haya habido combatientes leales y honestos que creyeron a pies juntillas en su ideal, no lo dudo. Incluso dentro del acierto el error de tomar el camino de las armas, puedo admitir que en ocasiones es o pudiera ser una conducta heroica. La Historia la escriben los vencedores, de sobra es conocido, y Viriato era tan terrorista para los romanos como un héroe para los hispanos lusitanos de su tiempo, al igual que Indíbil o Mandomio lo fueron para los ilergetas. Pero ha de reconocerse que también entre ellos ha habido criminales, como seguramente los hubo (y hasta los hay) entre quienes combatieron a los terroristas con el terror y crímen, la tortura y el asesinato a sangre fría de gentes de las que se tenía certeza tanto de su inocencia como de la inutilidad de su crimen. No se entendería de otro modo la espiral de odio que nos ha envuelto a todos.

Soy un firme partidario del perdón, pero nunca del olvido. La memoria nos hace dignos, capaces, sabios; el olvido nos empuja a caer en los mismos errores, nos animaliza. Nunca fui partidario de olvidar el genocidio que se cometió contra los combatientes, partidarios o simpatizantes (y aun contra sus familias) del bando perdedor (y legal) de la Guerra Civil Española, ni de aquel borrón y cuenta nueva (que algo tenía de baldón) que mercadeó paz social por olvido, dejándonos a todos un regusto a fracaso y segunda derrota. No nos ha hecho mejores, porque quien injustamente asesinó tuvo una recompensa que no merecía: se le premió su conducta criminal. Ahora pasa lo mismo con este asunto: el crimen, la atrocidad, no deben jamás quedar impunes, nunca deben prescribir como no prescriben las atrocidades cometidas en aquellos que las sufrieron, no importa en qué esquina del planeta ni en qué guerra ni en qué endiabladas condiciones acaecieron. Cuando a la víctima se le pueda restituir lo sufrido y devolverle lo arrebatado, entonces podrá considerarse la opción del perdón sin contrapartida.

Lo que nos dignifica y evoluciona, ya digo, es la memoria. Puedo convivir sin quebranto con quien me ofendió y tuvo la gallardía de reconocer su equívoco o su error y mostrar arrepentimiento, y a quien he perdonado; pero no puedo convivir con quien aún mantiene su odio vivo y sólo precisa otra excusa para liberar la bestia que alberga y volver a las andadas para infligir más daño. ¿De qué aprovecha el perdón si no hay verdadero arrepentimiento?… ¿Perdonaremos, ya puestos a ello, todos los crímenes habidos para hacer un saldo cero y fingir una sociedad beatífica sin criminales?… No es paz, sino tregua lo que se busca, tal vez con el encomiable objeto de que sea lo bastante larga como para que se parezca a aquélla; pero no lo es. Es un gesto noble en el propósito, pero es que los criminales no entienden ni quieren entender de gestos distintos que el salirse con su encanto a sangre y fuego.

En un mundo que tiende a unificarse (¡por fin!), en un tiempo en que los hombres comenzamos a vernos como iguales en nuestras diferencias (¡por fin!), hay algunos que quieren separarse. Unos miramos al cielo como especie, mientras otros quieren bajar los ojos al suelo y calarse la boina de intereses locales con mucho de arterismo y de anacronismo. Si una colectividad quiere la independencia, ¿hasta qué punto la desea como derecho?… ¿Harán un referendo para que cada ciudadano escoja libremente y aplique su deseo o cada provincia elija su propio destino, o todos los que se hallan dentro de los límites geográficos de sus deseos estarán forzados a configurar el nuevo Estado?… Si hoy independientes, mañana Álava, por ejemplo, quiere liberarse de ese nuevo e imaginario Estado y establecer su propio rumbo, ¿se lo consentirán, o tendrá que armar el revolutis con una partida de hombres armados que asesinen a diestro y siniestro para forzar una negociación o un mercadeo que se lo permita?… ¿No es cierto, acaso, que piden y exigen lo que no están dispuestos a conceder a los suyos?… Esto no tiene fin, como así sucede siempre con el sinsentido. La libertad del hombre jamás ha dependido de la bandera que ondea sobre su cabeza o del país en el que ha nacido, sino de su condición interior: quien no se siente libre, no puede ser libre.

Nada pude hacer, ni opinar siquiera, cuando al principio de la Transición se establecieron los Pactos de la Moncloa y se consagró el perdón de quienes por causa de la Guerra Civil y los cuarenta años de Dictadura estaban encenagados de sangre, y tampoco ahora tomará nadie en cuenta mis argumentos y convicciones; pero entonces como ahora me promulgo partidario del dignificante perdón y contrario al olvido. Si queremos ser justos hemos de serlo siempre, ajenos a la oportunidad o la conveniencia y sin desmemoria alguna; la Justicia no es cosa de ventajas ni asunto de coyunturas, sino una cuestión de conciencia, de principios sin los cuales nada somos, a pesar incluso de que pudieran producirse más víctimas. Tenemos el deber de merecernos, no importa a qué precio: la honradez y la Justicia no deben entender de componendas. Aún recuerdo -lo tengo grabado a fuego en mi mente y en mi alma- la imagen de aquel guardia civil que llevaba en brazos el muñeco roto de su niña de dos o tres años, después aquel feroz y criminal atentado contra la Casa de la Guardia Civil de Zaragoza -¡pírrica victoria para los supuestos héroes!-; mi niña mayor, hoy mujer y esposa y madre, tenía entonces aquella misma edad, y aquel día mi corazón se rompió, seguramente no tanto como el de aquel hombre en el que me veía ni de aquella criatura angélica en la que contemplaba a mi propia hija, pero se rompió en mil irreconciliables pedazos. Mi hija ha conocido la vida, el amor, la ternura, la emoción de vivir: aquella criatura no, ni aquel padre, aquel hombre que trastabillaba en la locura del dolor -su dolor enorme, inmenso-, ha tenido ocasión de abrazarla ni de besarla ni de sentirla feliz o desdichada, pero viva. Más tarde, hace apenas unos años, vi al criminal reírse y burlarse cuando le juzgaban, y mil emociones infernales abrieron zanjas insondables en mi alma. ¿Cómo perdonar a quien, ajeno al arrepentimiento y afincado en su propio horror, todavía hacía burlas, risas, juegos de aquel espanto?… Aquél no era un soldado, ni siquiera era un hombre: allí no había ninguna clase de honor, nada merecía respeto y, mucho menos, merece ningún perdón.

Por mi parte, reitero, me afinco en el perdón al arrepentido, empuño con vehemencia la convivencia pacífica entre los hombres… de buena fe, sin más consideraciones que ésta; pero me niego a la desmemoria, al olvido, a dejar impunes a quienes tales atrocidades promovieron o ejecutaron. Me niego a la involución, a la animalidad, y niego a quienes en mi nombre propio o colectivo pudieran hacerlo, etiquetándome con ello; me niego a premiar, siquiera sea por omisión, a esta especie de seres que son capaces de ajusticiar a la infancia (y a la inocencia) y burlarse o reír por su proeza. No pertenecen a mi género, no les reconozco como parte de mi especie, no quiero compartir con ellos ni el pan ni la sal. Cada crimen de ayer, de hace un año o mil millones de años ha de perseguirse sin descanso, no tanto por castigar al criminal, que también, como por hacer justicia con el inocente: se lo debemos, nos lo debemos. Los cadáveres de los inocentes, de otro modo, no podremos jamás enterrarlos del todo y siempre nos estarán atormentando, atiborrando los armarios de la memoria y recordándonos insepultos que fuimos cómplices de burla por su crimen y de premiar a quienes tal daño les hicieron. Si Dios existe -y así lo creo firmemente-, Él, que es más divino que nadie, sabrá si les perdona o no las atrocidades cometidas y las risas de su barbarie… cuando les tenga a su lado. Yo, sin arrepentimiento verdadero, no puedo… ni quiero.

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