Madrid, hace muchos años

Lorenzo de Ara Rodríguez
Puerto de la Cruz (Las Palmas de Gran Canaria)

Cumpliendo con el servicio militar obligatorio en la Academia de Infantería de Toledo y con un frío del carajo, una noche, en la garita, haciendo la última guardia, me quedé dormido siquiera un ratito. Yo creo que media hora, no más. Bastaron los treinta minutos o algo así para soñar con una actriz de cine muy famosa. No diré su nombre. Amanecía y corría un aire gélido, turbador. Cuando vinieron a recogerme (salvarme), los ojos aún seguían inmersos en el sueño. Aquel día podía haber desertado, pero no lo hice.

En los trece meses de servicio militar caminé muchas tardes por Madrid, sobre todo los fines de semana. Siempre me quedaba en la misma pensión. Mataba los ratos muertos escribiendo historias, relatos, cuentos, la primera novela que todavía sigue escondida en la misma gaveta.

En cierta ocasión, visitando el Museo del Prado, compré una copia (¿se dice así?) del Guernica. Al igual que Losantos, yo también fui un mamarracho de izquierdas. Con la copia bajo el brazo entré a ver una película. Al salir, y ya muy lejos de la sala de proyección, me percaté de que había dejado el Guernica en la butaca. ¿Dejé de ser de izquierdas en aquel preciso instante? Creo que no. Pero algo dejé, sin duda, que no me convenía.

En la pensión de aquella desagradable mujer, me duchaba con agua tibia, nunca fría. Llegaba cenado de la calle y en la humilde habitación me sentaba a escribir y a leer. Una reflexión sobre la primera guerra mundial de Hesse me acompañó durante 1981. Hacia atrás y hacia delante. No quería terminar el libro. En 1981 ya había estallado la “movida” de Almodóvar y otros rojillos de tres al cuarto. El jovencito uniformado era carne de cañón, y tampoco hizo demasiado para evitar caer en el pecado. Rastrero, sin duros y siempre con el uniforme para intentar ligar, los tipos de la movida nunca se fijaron en mí.

Lo que recuerdo con admiración y cariño fue una conversación que mantuve con un celebérrimo periodista de la capital. Con el paso del tiempo todavía creció más su poder y su elocuencia. Al igual que pasó con la actriz norteamericana, tampoco dejaré escrito su nombre. Ya murió.

En un bar de mala muerte, sucio, lleno, eso creí, de putas y maricones, el periodista me aconsejó que dejara de soñar con el éxito y que me tirara a una de aquellas hermosuras. Pero yo insistía en que quería ser escritor, a toda costa. Su risa, sonora y mercenaria se hacía oír en todo el establecimiento.

Siempre llevaba conmigo los escritos. Le entregué un relato. Muy breve. La vieja “Carita” y su marido el pescador, muerto de hambre, con una hija muriéndose por culpa de una tos mortificadora. De repente dejó de reír y rompió el original.

“Aquí el periodista y el escritor soy yo, ¿te enteras?”

Madrid fue la ciudad done me hice hombre y desgraciado. Madrid, que no visitado desde 1983, es la ciudad que más me gusta del mundo. ¿Seré gilipollas?

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