Carta al Director

Liturgia para rezar con olés

Los argumentos antitaurinos adolecen del desconocimiento que redunda en aparente intolerancia

En debates y tertulias, la actitud de los bandos enfrentados, se muestra con diferencias dignas de estudio antropológico

El toro bravo es el animal más bello de la creación. Además de una estampa de dignidad y orgullo dibujada con trazo firme, el comportamiento noble, su valentía y sobre todo, la bravura, hacen de él un ser especial que merece pasar por la vida con distinción sobre el resto de especies.

Los animales domésticos, criados para el consumo humano, suelen sufrir un lamentable cautiverio para terminar en su ejecución sumaria a manos del matarife. Los silvestres, aquellos que gozan de libertad en la naturaleza salvaje, suelen ser comida unos para otros o, en el peor de los casos, se encuentran ante la alevosía del cazador, el ser humano, el amo de todo lo creado, que encuentra satisfacción en dispararle a la vida que vuela, al indefenso venado, al inocente conejo, o a la fiera cuya cabeza disecada colgará en el salón de los trofeos. Justifica su pasión en los genes atávicos de matar para comer. Pero de aquello sólo queda el placer de apretar el gatillo, sin más premio que el regusto de arrancarle trozos de vida a la naturaleza para reafirmarse como ente superior.

Los aficionados a los toros, opino desde una perspectiva casi profana, se extasían ante una buena faena, aplauden un volapié o un arriesgado par de banderillas, hasta puede ser ovacionado un buen puyazo puesto en el sitio, cuando el toro se examina de bravura. Pero este público no se recrea, ni siquiera percibe el flujo de la sangre. Mediante un misterioso mecanismo protector, parece liberarse de la morbosidad de lo macabro para centrarse en la belleza de un arte sublime y en la figura gloriosa de un animal al que admira y respeta. El manto rojo que cubre su lomo herido es la majestuosa capa que simboliza la dignidad que lo cubre al final de su privilegiada vida.

Ante la iconografía cristiana, el no creyente se asquea por la truculencia de un crucifijo ensangrentado o de vírgenes con puñales clavados en el corazón. El devoto sólo siente veneración por un símbolo que representa la razón de ser de su existencia. El morbo lo captan otros, aquellos que no creen en esa religión y sólo se fijan en la herida abierta, en la sangre que mana y hasta le suponen dolor a la estatua. Opinión que se basa exclusivamente en un criterio físico y material, pero ignora la profundidad de unas creencias que desprecian en su temerario juicio de intenciones al achacar a los fieles la misma fijación morbosa que sólo el propio juzgador siente.

Los argumentos antitaurinos adolecen del desconocimiento que redunda en aparente intolerancia, que en los partidarios de la fiesta no se da, pues comprenden que la parte cruenta puede afectar negativamente la sensibilidad del foráneo y entienden la aversión hacia el espectáculo cuando sólo se contempla con prioridad, y se magnifica, el supuesto sufrimiento animal.

En debates y tertulias, la actitud de los bandos enfrentados, se muestra con diferencias dignas de estudio antropológico.
Los entendidos, los defensores de la fiesta, y por lo tanto del toro, suelen plantear argumentos y justificaciones que no caben ni entran en el razonamiento de enfrente, cerrado de antemano. Sólo reivindican respeto y tolerancia… Al que no le guste, que no venga…

Los detractores, en cambio, se muestran intransigentes por sentirse únicos e inapelables depositarios de los sentimientos humanitarios. Su virulencia dialéctica, a veces, llega hasta el insulto grave a los profesionales, artistas que han hecho de su valentía un arte. Toreros que aman lo suyo. Y lo más importante de todo lo suyo es el toro… Ellos, sí aman al toro…

Con ofensivas razones basadas en exhibición de imágenes truculentas de toros moribundos, ensartados con estoque y banderillas abriendo grifos de sangre, consiguen herir la sensibilidad del aficionado, que entonces se percata de que las personas de enfrente sólo están capacitadas para sentir repugnancia porque se limitan a hurgar en las vísceras de una religión que desprecian porque no conocen.

El alarde de bondades que, en nombre de la civilización, se exhiben con énfasis en el rechazo ideológico, cultural, político, incluso humanitario, hacia la tauromaquia, en algún caso pudiera ser una simple pose de quien necesita compensar resquicios mal cubiertos en una conciencia que pretende mostrarse limpia y creíble. Demuestro lo bueno que soy diciendo lo malos que son los demás. Se denigra con ensañamiento e intolerancia a los supuestos devotos de la crueldad y la barbarie taurina, mucho más terrible que la mortandad infantil, el hambre en el mundo, la pedofilia, la pena de muerte, la esclavitud de mujeres prostituídas, las guerras sucias y las otras, ante lo que el hombre cierra sus ojos, que son de lobo para el hombre, para después desviar la mirada cínica hacia el artificio de la compasión por una especie animal que sólo merece respeto, admiración y la protección de quienes realmente la aman. Los taurinos.

Los aficionados son amantes y admiradores del más soberbio animal regalado por el Creador a la madre naturaleza, y del hombre valiente, ataviado de luces, que ignora su miedo en favor de una obra de arte que dibuja con la estética de su figura y las pinceladas del capote, en un ritual de danza mística en la que el toro es camarada, amigo, hermano y amante peligroso cuando la pasión desborda todos los sentimientos en una liturgia rezada con olés…

Los detractores quizá no sean almas benditas plenas de bondad, demasiado aireada para que sea creíble. Lo políticamente correcto de sus acusaciones, tampoco es garantía de calidad humana ni de fuerza moral, antes bien, el oportunismo las descalifica.

Respeto y tolerancia deben primar sobre intereses plataformados en escenarios ajenos al coso taurino…

Mi admiración por la fiesta, por el toro, los toreros y por los buenos aficionados, lo que es decir, la gente buena…

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