Ernesto Oyonarte

Ernesto Oyonarte: ‘Mutatis mutandi’ (metáfora de un marino)

Ernesto Oyonarte: 'Mutatis mutandi' (metáfora de un marino)

Alcanzó el grado de Capitán, recientemente. Y le asignaron, el primer barco a su mando, de nombre “HISPANIA”.

Era un portacontenedores, con muchos años de historia, algo desfasado respecto a otros barcos más modernos, pero con su encanto de hierro castigado, por miles de millas navegadas y toneladas de salitre en sus entrañas.

Partió de la trimilenaria ciudad de Cádiz, cuna de la Libertad, rumbo a la costa Este de Norteamérica.

Estaba orgulloso de haber alcanzado su comandancia. Le había costado mucho y, a punto estuvo, de no mandar jamás barco alguno. Pero su ambición no tenía límites y su sueño era pasar a la Historia de la Compañía, cómo uno se sus mejores Capitanes. Tenía preparación, pero ésta quedaba relegada, por su oculta vanidad.

A unas trescientas millas de Cabo San Vicente, comenzó a recibir, vía Fax, avisos meteorológicos de un peligroso y mortífero huracán, que mil millas más al oeste, se dirigía implacable hacia su derrota.

Algunos de sus oficiales, le aconsejaron cambiar de rumbo, con una maniobra de evasión y preparar la estiba de la mercancía, para los coletazos del citado huracán. No hizo caso. Él era el Capitán y ningún elemento externo, pondría en cuestión, su enfermiza idea de pasar a los anales de la Empresa armadora.

Los partes “meteo” no dejaban lugar a dudas. La tormenta se avecinada sin remisión y el mercante, se dirigía directamente a su vórtice.

El segundo oficial, uno de los marinos más viejos y, por ello, más sabios, se enfrentó a él, durante el almuerzo en la camareta.

Le suplicó que siguiera las normas que, durante siglos, se habían estudiado para evadir estos huracanes. Él, había vivido unos cuantos y conocía de primera mano, las consecuencias de “meterse en la boca” de una espantosa tormenta.

Fue inútil. El Capitán, dio orden de confinarlo en su camarote, no sin antes amenazarle con un proceso penal, por subordinación.

Y llegó el infierno.

Las olas eran absolutamente descomunales. La proa, lo mismo se alzaba hasta tocar las nubes, cómo se hundía en lo más profundo de los valles líquidos, que amenazaban con sumergirlos para siempre.

La escora del barco, hacia una banda y la contraria, era brutal. Media cubierta del buque, se zambullía en el océano, mientras toda la tripulación, se recluyó en sus camarotes, rezando a vírgenes en las cuales, alguno no creía.

Rezando y maldiciendo a ese insensato Capitán, que los había llevado, por soberbia, al ojo del huracán.

Los contenedores, comenzaron a destrozar sus trincas,. Unos volcaron sobre los adyacentes y, muchos de ellos, aquellos que estaban en el perímetro de la pirámide, cayeron inexorablemente a ese mar enfurecido.

El Capitán no abandonaba el puente de mando. No dormía, no descansaba. Sólo emitía órdenes cada vez más peligrosas. Hasta el punto que, viendo el desastre con la carga, mandó al contramaestre y varios marineros, a reforzar las trincas de acero, con el resultado de dos hombres por la borda, engullidos por una mar sedienta de víctimas.

No quería, no podía aparentarlo, pero tuvo que reconocer que estaba realmente “acojonado”. Aquello le superaba. La Naturaleza lo había puesto en su sitio. Y él, no había sabido reaccionar a tiempo.

Con los maxilares apretados como los colmillos de un rottweiler, hubo de reconocer que su temeraria decisión y falta de previsión, sin duda, le pasaría factura. Y en su enferma mente, maquinó la única salida que disolvería su responsabilidad (única) entre los demás oficiales y tripulantes.

No lo quedaba otra salida.

En medio de la infernal tormenta, con dos muertos a su espalda, la carga medio perdida y el barco, seriamente dañado, convocó a toda la tripulación.

Quería que todos suscribieran un Pacto. Lo vendió como un consenso para salir del infierno, pero, en realidad, lo que estaba pidiendo era un “Pacto de silencio”.

Incluso, quiso hacer las paces con su segundo oficial. Aquél que le había advertido y que había sido recluido en su camarote.

Algunos oficiales, incluso el Jefe de Máquinas, estuvieron de acuerdo en aceptar ese Pacto, para “salvar los muebles”, es decir, para salvar su vida,

Pero, mayoritariamente, la tripulación, aquella tripulación que jamás había contado para nada en la mente del Capitán, sólo dijo:

“A estas alturas, no podemos cambiar de Capitán; sería incluso más peligroso. Pero, usted, es el único responsable de este desastre. Usted y sólo usted. Y no va a obtener el silencio de unos hombres, que están a punto de perder la vida y a los que quiere hacer cómplice de su insensato proceder”.

“No señor, desgraciadamente, en sus manos estamos y sólo le solicitamos una cosa:

¡¡Sáquenos de este infierno!!.

Ya ajustaremos cuentas…si llegamos a puerto”.

Ernesto Oyonarte

Marino jubilado

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