Rafael Blasco García: «La política del día a día»

Congreso de los Diputados
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Desde el concepto de la democracia de Aristóteles y Santo Tomás, pasando por el controvertido Rousseau, la democracia, a diferencia del despotismo estático, se encuentra en continua transformación. Pero son muchos los elementos incorporados y restados que tienden hoy a desnaturalizarla hasta derivar en sistemas democráticos light, más próximos a la partidocracia y con evidente déficit de participación ciudadana, que genera apatía e indolencia.

Estamos viviendo un tiempo regido por las leyes de lo efímero, persiguiendo la adaptación de principios abstractos a la realidad. Nuestros orfebres del gobierno, con ese alma de tango “de lo que pudo haber sido y no fue”, olvidan a sabiendas que, más allá de las ensoñaciones del futuro, la política del día a día es una cuestión urgente que se pierde en un continuo e inoperante remoloneo. Entre el futuro y el presente se encuentra una historia por vivir. Ese vuelo del tiempo nos preocupa.

Cuando algunas ideologías nutridas de chatarra histórica se encontraban en el crepúsculo, llega el populismo, con su fallido amanecer, a una sociedad que teme volver la cabeza para no verse convertida en estatua de sal, como la mujer de Lot.

El estudio y conocimiento del pensamiento de las masas, proporciona al poder la urdimbre de la manipulación social y la conquista de votos. Soflamas, eufemismos y el cuidado manejo de la palabra logran, progresivamente, en un manual para adolescentes, el leve susurro ideológico de la sociedad, en la que el ideal del yo queda secuestrado por el grupo. Se juega con el lenguaje inclusivo y se presentan como axiomas dudosos paradigmas que cubren de humo el pensamiento de la sociedad. Crece el número de personas que, como piedras inertes en la soledad del camino, tan solo sienten las pisadas de los acontecimientos.

Las palomas mensajeras de la Moncloa, en todas las legislaturas, comunican la dificultad de cumplir las promesas electorales, con el invariable mensaje de culpabilizar a la nefasta gestión de sus antecesores. La derecha, como la margarita de blanco y oro, siempre espera su renacer de primavera en flor, soñando con la caída de los pétalos rojos de la rosa socialista. En este panorama nacional, con guion de Berlanga o de Fellini, vemos cómo estos Midas del progresismo, hechos de ladrillo refractario y amantes de su barrio obrero, se retiran a sus nuevas casas burguesas con las maletas llenas de cenizas de promesas calcinadas.

La monarquía, en plena febrícula, ve desfilar la cofradía del gobierno, llevando sobre los hombros, sin fe y sin rumbo, el paso de los nacionalismos.

Tras el muro de cristal de la impotencia, está en hibernación el entusiasmo ciudadano, que empieza a no distinguir un jilguero de un ruiseñor, dando paso al fomento y complacencia con la mediocridad. El descabezamiento intelectual va arrasando impunemente páginas de la Historia. Se repiten los discursos miméticos en un aire espeso de asentimientos. Los partidos hacen lirismo con el diálogo, mientras lo desangran entre evidentes incapacidades e intereses partidistas. La teología del dinero, con sus oráculos, deshumaniza la vida y llama estado del bienestar al estado del consumismo, en el que vendemos barato el tiempo de vivir, mientras prospera la desvinculación de la ética. Una parte del catastro nacional se siente culpable de sus limitaciones, aceptando la nueva esclavitud de paupérrimos sueldos; pero el “déjà vu” de la prosa gubernamental sigue repitiendo que nadie se quedará atrás, añadiendo ahora, en un alarde de imaginación y escapismo de los problemas de un pueblo, “como no podría ser de otra manera”. Entre tanto se dispara la deuda pública y se encienden las alarmas en los, tan necesarios como estrangulados, sueños de la juventud. Es preciso recuperar el entusiasmo de la ciudadanía y reactivar las ascuas de un proyecto común, solidario y participativo, volviendo a recuperar la sosegada caligrafía de la vida.

Escribía Ortega: “la razón pura tiene que ceder su imperativo a la razón vital: la vida debe ser vital”.

España precisa el renovado caudal del agua limpia de la democracia. Nuestro resignado y apático estoicismo requiere la reacción de la sociedad. La valentía y la ilusión de los proyectos individuales, también configuran la urdimbre del progreso de una nación.

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