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El interés por las noticias de catástrofes y dramas humanos, suele ser tan inmediato como efímero. Esa inmediatez nos ha alejado de la angustia y desesperación que se expandió en Afganistán ante el nuevo giro de la política de Estados Unidos. Joe Biden y Donald Trump se subieron al ring de las descalificaciones, con nula autocrítica, haciendo honor a la mediocridad de nuestro siglo. La política se puso la dalmática de pontificar y, tras veinte años de complejas ecuaciones, nos dio el resultado final como colofón de un monumental fracaso: “la democracia no se puede exportar”, síntesis bastante completa si el receptor tiene el cerebro fosilizado. No hubo gran sorpresa, pero sí desolación. Ante este desastre humanitario Occidente muestra su pena, pero la pena de los países acariciados por la libertad es un cervatillo que entra tímido y leve en dramas y funerales, con la premura de salir corriendo al disfrute de la vida. La pena en Afganistán es una palabra menor aplastada por sus hermanas mayores: miedo, miseria y terror. El oculto desdén hacia los países pobres, no ha impedido que Occidente proporcione su limitado oasis de sombra protectora a este país.
En la mitología griega se recurría a Mnemósine, diosa de la memoria, para rescatar del olvido lo que un pueblo fue en el pasado y poder tener más clara consciencia de su presente. Ante el fanatismo talibán, poner fin a la crueldad y discriminación que padecen prioritariamente las mujeres, es un proceso lento de suma complejidad. Contrasta la invisibilidad de la mujer, cuya única libertad se desarrolla en el mundo onírico, con un cierto feminismo de salón que se da en nuestra sociedad, alejado de pioneras como Virginia Woolf y saltando por encima del concepto del amor, para reducirlo, en las parejas, a una suerte de contrato sindical. Son muchas las miradas que observan a este país de Asia, atrapado bajo la esfera convexa de un cielo sin esperanza, donde secretas hogueras se encienden en la sangre de sus gentes. Y es la memoria la que nos muestra cómo la continua lucha del ser humano por dignificar la vida conquista libertades.
Ante el peligro para toda la humanidad del fanatismo terrorista, cuya brújula epiléptica puede llevar el dolor a cualquier rincón, se hace precisa la sonoridad honesta de un grito universal de rechazo al secuestro de la libertad y la esperanza, actitud que si bien comporta ingenuidad, cobija a su vez luz y energía que nos distancian del inoperante fatalismo derrotista. No es cuestión de apaciguar conciencias, pero sí de no apartar la mirada ante el dolor humano.
William Shakespeare, en una de sus brillantes obras, dejó caer sobre Dinamarca una potente metáfora: “algo huele a podrido en el estado de Dinamarca”. Hoy, Dinamarca, es espejo de democracia y uno de los países menos corruptos del mundo. Pero la frase de Shakespeare sigue siendo el señalador de la página de la historia en la que se encuentran enfangados muchos gobiernos.
Una multitud de afganos anhelan una vida más digna para sus familias, soñando con abandonar las rojas colinas de su país, dejando atrás, en una tierra de plomo, su pasado y su presente sin futuro.
En el verde reflejo de los escaparates de Kabul, se perciben las sombras de la muerte y de la mutilación de la libertad. El apoyo que puedan encontrar los talibanes está presidido por el miedo que introduce un orden social vilmente masculinizado y de invisibilidad femenina. Ante el temor de volver a los tiempos más oscuros, miles de afganos, en su frágil ingenuidad, sueñan con esa Europa en donde el pan lo dan con mantequilla y el agua baja fría para la sed, no conscientes de la lenta insolación que les espera en la gran ruleta humana de viaje compartido, buscando eslabones de manos entre vértigos de melancolía y desasosiego. Algunos lograrán alcanzar la calma de esa luz de domingo suavemente tamizada por la libertad.