Alejandro Blasco Miquele: «Saturno»

Alejandro Blasco Miquele: "Saturno"

En esta sociedad en la que nos desenvolvemos, donde cualquier tragedia que no sea la nuestra propia nos parece de una vacuidad exasperante, apenas sí ha cambiado nada. Más allá de ciertos desahogos sentimentales, continuamos sistemáticamente cayendo en los mismos defectos que siempre nos acompañaron, a la espera de un apocalipsis más rotundo que pueda definitivamente situarnos en el mundo y frente al mismo. Esa inclinación tan nuestra a soñar siempre con finales felices, indigestos de tan sumamente dichosos, nos ha llevado a sobreestimarnos de tal manera que empieza a resultar escandaloso no admitirlo de una vez por todas.

De nuestros gobernantes y sus cegueras, poco queda ya por decir, pues todo está escrito y constatado desde esa eternidad de los clásicos que ya apuntaban maneras adivinatorias en lo más profundo de sus oráculos y de sus sueños. Pero más allá de nuestra clase política, a la que innatamente queremos hacer culpable de todo cuanto acontece, existe una ciudadanía que

todo lo fía a sus gobernantes, sin en ningún momento sentarse a hacer autocrítica de su inacción, su silencio y sus resignaciones. Una sociedad convertida en su comportamiento en una recién nacida que se orilla y deja hacer, guardándose en la recámara el cartucho de que todo, hasta sus propias inacciones, puede y debe ser achacado a sus gobernantes; una sociedad hiperdependiente que necesita de alguien que le fabrique una patria, una ideología y una barricada a la que aproximarse para gritar sus rebeldías, pues ella, por sí misma, se encuentra incapacitada hasta para ir sola al baño y bajar a por el pan a la vuelta de la esquina.

El mantenimiento de ciertas clases políticas únicamente se justifica a través de una sociedad que, cada vez con mayor frecuencia, actúa poco y reflexiona menos, buscando siempre y a todas horas alguien que la represente, en un momento en el que, como no podía ser de otra manera, se ha hecho también delegación del pensamiento; una ciudadanía que ha renunciado a la autorepresentación y se siente incapaz ahora de prescindir de alguien que le fabrique un fanatismo, una causa y unas mínimas rutinas de sueño y alimentación.

No sería mal momento para hacer balance de todo lo que hemos aprendido de esta pandemia que nos ha cogido con el pie cambiado y la imaginación un tanto limitada, pues todo esto que hemos vivido únicamente era algo visto en el catastrofismo del cine americano y en países inexistentes de tan sumamente remotos, con una bolsa de palomitas en una mano y la cerveza bien fresquita en la otra.

Pero el drama llegó para jugar a la petanca con nuestros miedos y nuestras potencialidades, que, buenas o malas, constituyen el perfecto termómetro desde el que poder extraer las oportunas y bien tasadas conclusiones. Nos las prometíamos muy felices, en esa infantil aseveración de que de todo esto íbamos a salir reforzados y mejores, presumiendo de galones y bienintencionados apriorismos. Atrás han quedado las hermosas palomas blancas que, en forma de aplausos, describían un vuelo nuevo en los cielos vespertinos de las ocho, para, a modo de brújula perfecta, conducir nuestro agradecimiento hasta los brazos cansados de nuestros sanitarios. Apenas han transcurrido dos años de todo aquello y hoy, por los oscuros cielos de febrero, sobrevuelan aves negrísimas en un momento en el que la ciudadanía, indisimuladamente o no, empieza a poner precio a la cabeza de un sistema sanitario colapsado y agotado en dosis, si no iguales, sí que al menos similares; lo cual podría llevar a concluir que uno no aplaudía al esfuerzo de un ser humano de bata blanca, sino al abstracto de su propio miedo ante el abismo. Y si un día existió un aplauso, fue porque alguien nos dijo que ahí tenía que existir un aplauso; si nos hubieran aconsejado apedrear los cielos, también así lo hubiéramos hecho.

En esos oscuros tiempos, y todavía bajo el apocalíptico hechizo inicial de la pandemia, nuestros mendigos, esos seres que cohabitan con el mobiliario urbano de nuestras ciudades, en un estricto alarde de ingenuidad, dedujeron mejores tiempos para el ejercicio de la caridad. Pero la tozuda e inclemente realidad se encargó de malbaratar sus comprensibles y más que deseables anhelos. Así, a la salida de esas confortables misas de los domingos, la feligresía, revolviendo con displicencia en el sonajero de sus monederos, pedía cambio de un euro a sus conocidos, pues el pobre en cuestión les daba penita, qué duda cabe, aunque tampoco estaban los tiempos para tirar la casa por la ventana. Y luego los interrogatorios en los más fríos atardeceres del invierno, porque al que otorga la dádiva, como buen especulador, le interesa saber con todo lujo de detalles a qué noble causa va a ser dedicado ese dinero, que si es para comer sí, faltaría más, pero si es para gastárselo en vino, eso ya no. Resulta muy lógico pensar que un ser humano aterido de frío, de miseria y hastío quiera invertir dos euros en un plan de pensiones o vender valores en bolsa, pues dedicarlo a echar un buen trago de coñac hubiera sido una obscenidad de muy difícil comprensión.

Siempre hay una hora del día o de la noche en la que el más valiente de los hombres se siente cobarde, apuntó Albert Camus. Nuestra sociedad bien debiera haberlo entendido para extraer alguna conclusión al respecto, pero la pequeña, que a dos carriles mastica conceptos como empatía, solidaridad y demás bienintencionadas consignas propias de la más barroca postmodernidad, ha decidido mirar definitivamente hacia otro lado, y, en ausencia de acto de contricción ninguno, ha resuelto hacer un arte de todo ello.

Resulta desalentador tener que admitir que nada ha cambiado -que nada nos ha cambiado-, pues las luminosas evidencias se nos ofrecen tan sumamente irrefutables que sería baldío pretender enmendarle la plana al sol. La sociedad se escuda, se justifica y se exonera, por ese orden, y una vez más se parapeta detrás de sus gobernantes, pues, como buenos dioses que nos representan, todo deben patrimonializarlo, incluso las actitudes más genuinamente humanas. Y si no es a nuestros políticos, siempre podremos atribuir también nuestros comportamientos a esa turbulencia de desórdenes hormonales que nos trajo consigo la pandemia. Así, en ausencia de la dosis justa de oxitocina, los hay que ya no saben si tener paciencia a la espera de ese contacto físico que tanto precisamos o abofetear a su vecino por no poder abrazarlo aquí y ahora, tal es el ímpetu con el que vivimos nuestras tragedias y nuestras inmediateces.

Hace mucho tiempo ya que los mundos dejaron de construirse al dictado de los dioses. En ausencia de ello, los mundos debieran edificarse ahora a través de los labios de su ciudadanía y toda su cohorte de taquígrafos, solo que, en ausencia de discursos, aquí ya nadie es capaz de levantar acta de absolutamente nada. Muy probablemente sería conveniente recuperar, antes de nada, la honrada humanidad que bien debiéramos ser capaces de dispensarnos, para después, una vez habiéndonos puesto a la altura de la decepción y con todas las posibilidades por fin intactas, echar abajo el obstinado y siempre peligroso callejón sin salida de la indiferencia en la que con tal estrépito hemos naufragado. Únicamente así estaremos en disposición de poder efectivamente argumentar que nuestra talla moral y humana está muy por encima de lo que ahora mismo se cuece en los hornos de nuestros olimpos y nuestras descascarilladas mitologías, que, hace demasiados siglos ya, dejaron de escanciar aguas milagrosas y supersticiones de la más diversa índole.

La normalización de cierta inercias y actitudes dice mucho de esta sociedad, más preocupada en generar dioses a los que seguir que en hacer autocrítica y reaccionar, lo que la convierte en una criatura evidentemente menos libre y a todas luces más frágil, porque siempre será una sociedad que ha generado un Saturno que en cualquier momento pueda devorarla en perfecto estado de legitimación.

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