Alejandro Blasco Miquele: «La pobreza franquiciada»

Pobreza
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Siempre resulta de agradecer que alguien mire tanto por nosotros y acuda a nuestro rescate antes incluso de haber presentido llamada de auxilio ninguna por nuestra parte. De este modo, donde uno no llega ni tan siquiera por aproximación, ahí tenemos a un estado disfrazado de monje cartujo para hacernos la vida más sencilla, tal es su sincero desvelo por cuanto padecemos, anhelamos e incluso soñamos, a tiempo o a contratiempo, en las más altas horas de la madrugada.

En ese largo retiro de la vida contemplativa, tan alejada de la gente como las más remotas y recónditas constelaciones, de vez en cuando ciertos ministerios salen de sus madrigueras para regular la publicidad de alimentos azucarados o cuestionar el excesivo consumo de carne roja, que provenga o no de granjas o macrogranjas, a todas luces en nada beneficia a la saludable y larga vida que esta sociedad bien merece. Dichas ocurrencias bien pudieran, aisladamente, ser tenidas por aceptables e incluso hasta por razonables, si no fuera por esa generalizada sospecha de que tal vez a nuestros gobernantes, en ese vago determinismo de izquierdas, ya no les preocupa si tenemos la nevera llena, sino de qué carajo la tenemos llena.

Es muy posible que los millones de personas que hoy en España se encuentran en situación de pobreza extrema y riesgo de exclusión social estén en estos momentos planteándose muy seriamente el delicado dilema de atiborrarse compulsivamente a bollicaos o abandonarse a las bondades de la siempre venerada dieta mediterránea, tal es el rigor con el que contemplan la delirante velocidad del descalabro de nuestra clase política, ya sea por lo que dicen o por la delicadísima manera como lo dicen. No obstante, y a pesar del esfuerzo con el que acometen ciertas tareas, ha llegado un momento en el que la política les parece ya algo tan sumamente ajeno como veranear en las Seychelles o escolarizar a sus hijos en el mejor de los colegios de pago del barrio de Salamanca, echando por tierra ese sucio embuste de que todos somos iguales y quien no prospera es porque no le da la real gana, que las oportunidades y los sueños están ahí para todos y únicamente hay que saber desearlas con el suficiente apremio, intensidad y espíritu de superación.

En España, ese país en el que el barrio más próximo y el drama del prójimo nos resulta de una lejanía decididamente remotísima, al imaginar esa cosa de la pobreza seguimos evocando, muy cinematográficamente, chabolas y seres calentándose las manos en las altas hogueras de los arrabales, sin saber que en esas situaciones de extrema pobreza se encuentra también un ser humano que, en su epopeya, vive con cuatro hijos, esposa y suegra en un piso de cuarenta y cinco metros cuadrados, sin trabajo, sin dinero y mucho menos esperanza, encendiendo sus propios fuegos en esa miserable ratonera en la que se ha convertido su vida, una vida que porta tanto presente en sí misma que resulta casi imposible pensar en un mañana, pues siempre mañana es un hoy, una nevera vacía y todo el peso del mundo sobre los hombros.

Uno de los mayores éxitos del estado de bienestar, ese abstracto que todavía no sabemos muy bien cómo definir, se ha sustentado en la perpetuación de una clase media burguesita y satisfecha a la que, aunque no tuviera dónde caerse muerta, se le prometió un sueño, muchas expectativas y una hipoteca a treinta años. Y así, en un casi imperceptible aleteo del tiempo, han ido corriendo en un atropello los años y nuestra firme convicción de ser efectivamente libres bajo el paraguas de una vida que se nos ha dado perfectamente fabricada en serie y envuelta con papel celofán y lacitos de los más vistosos colores.

Pero el problema hoy empieza a sustanciarse en la sospecha de que esta paz social, tan solo sostenida con alfileres, puede llegar a tener los días contados, en la medida del paulatino empobrecimiento al que se va viendo sometido el grueso social que hasta hace relativamente poco se comía el mundo con un puro habano entre los dedos y un gin tonic bien cargadito todas las tardes de los domingos. Esa España de café, copa y puro empieza hoy a racionarse las intenciones y los muy comprensibles vicios de fin de semana, no porque haya ejercitado piedad alguna hacia ningún otro ser humano que no sea él mismo, sino porque las cuentas de final de mes empiezan a no cuadrar como en otro tiempo lo hicieron.

En un ejercicio estrictamente romántico, nuestra sociedad añora ahora esos dichosos años en los que atábamos a los perros con longanizas y el pueblo se encontraba perfectamente bien porque se sabía todavía a salvo de esos incendios que en ningún momento merecieron ser sofocados, puesto que jamás fueron los suyos propios. Hoy las tornas comienzan a cambiar, y ese pueblo que perdió la capacidad de mirar de frente, a fuerza de con tal ahínco y denodadamente pretender observar de reojo, comienza a sospechar que quizás la suya pueda ser también una pobreza franquiciada, solo que con hipoteca y televisión de pantalla plana, evidencia que ha costado y cuesta empezar a reconocer, por aquello de llevar tan escrito a fuego en la conciencia esos tics pequeñoburgueses que siempre nos han acompañado.

A nuestra generación se le exigió ser feliz y despreocupada, sin en ningún momento dotarla de algo que no fuera más allá de la propia filosofía del instinto y los más inmediatos apetitos. De este modo, en esas ciegas inmolaciones del estado de bienestar, el ser humano ha construido una sensibilidad que no va más allá de su propia realidad, de su barrio y de su clase.

Quizás haya llegado ya el momento de empezar a olvidar todo aquello que fuimos y comenzar a edificar nuevas epistemologías que nos ayuden por fin a comprender un mundo y a nosotros frente al mismo, en un momento en el que, en nuestros barrios, los perros han comenzado ya a campar a sus anchas, pues las longanizas nos las roban nuestros vecinos del adosado de enfrente, que, con la nevera algo más vacía y las inercias todavía intactas, pretenden seguir haciendo barbacoas con los amiguetes todas las mañanas de los domingos, los muy canallas.

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