Kepa Tamames: «No hay ‘mataderos buenos'»

Matadero
Matadero

Con cierta frecuencia aparecen en los medios noticias sobre determinadas «irregularidades» observadas en visita oficial por los funcionarios de turno en esos horribles centros llamados mataderos (no puede ser más claro y paralizante el término), prescribiendo en los casos más groseros el cierre cautelar del recinto, al no cumplir los estándares exigidos por la normativa de aplicación en materia de bienestar animal. “No cumplir dichos estándares” significa en el presente contexto que algunos operarios obviaban la más elemental consideración hacia los seres que pasaban por sus manos: despellejaban corderos aún conscientes, degollaban terneros agonizantes y golpeaban con brutalidad a otros.

Las terribles imágenes son por lo general obtenidas por cámaras colocadas en lugares estratégicos ―de manera clandestina, claro está― por activistas de alguna entidad proteccionista, que tratan con ello de ofrecer pruebas de lo que allí dentro sucede, y que no debería suceder con la ley en la mano. A veces el procedimiento admitido a trámite recae en la mesa de un juez sensible, o simplemente profesional, y decreta la clausura del centro hasta que se subsanen los defectos que aconsejaron el cierre. Y se subsanan con inusitada rapidez, pues el negocio deja de serlo si por un extremo de la nave no entran animales en cintas transportadoras y salen al poco por el otro segmentos plastificados rezumando sangre. En pocas semanas la maquinaria de muerte está de nuevo en marcha, quizá con algunos trabajadores apercibidos, o incluso rescindidos sus contratos, y todo queda en una mácula empresarial que se olvidará más pronto que tarde, porque a la gente lo que le interesa es que las estanterías de los supermercados estén bien surtidas de pulcros filetes, pechugas, costillas o vísceras, todo ello de seres que apenas días atrás sentían terror ante lo desconocido pero sospechado, que buscaban contacto corporal con sus compañeros en un ingenuo intento de evitar así el filo del cuchillo segando la yugular, o el disparo sordo en la testuz.

Califiqué líneas atrás de “terribles” las imágenes, y he de confesar sin embargo que nunca las veo en tanto pueda no hacerlo. Hace años que intento evitar que se me cuele por la retina toda esa mierda. Porque ya vi mucho, y porque ya poco me aporta constatar con mis propios ojos que alguien apalea hasta la muerte a un aterrorizado corderito. Supongo que mi cobardía tiene estrecha relación con la supervivencia emocional, que va in crescendo con la edad.

En cualquier matadero estándar de cierta entidad se sacrifican cada año docenas de miles de almas, si no cientos de miles. Millones en los llamados «macromataderos». Esto da una idea de la colosal tragedia que supone para esos animales concretos (cualquiera de ellos amorosa «mascota» si se le hubiera dado la oportunidad), quienes acaban sus ya tristes días de la peor manera posible. No pocos entre ellos jamás conocieron un solo momento de dicha en su corta vida. Jornada tras jornada cientos, miles, docenas de miles, cientos de miles, cada cual único e irrepetible, sin una segunda oportunidad para ser razonablemente felices. Cada día, descontados festivos, que para eso tienen los operarios derechos sindicales.

Muchas veces he pensado en cómo se mata una vaca. En cómo se la mata de manera «natural», quiero decir. Yo no sabría qué hacer para quitarle la vida si me dejasen con ella en un prado, por ejemplo. Imagino que a la primera pedrada el animal se alejaría bamboleando su corpachón ladera abajo. O quizá decidiera devolverme mi propia medicina, y poco recorrido tendría un servidor ante una mole de quinientos kilos. Es bastante más probable que saliera peor parado yo que ella. Pero en un matadero local, de pequeñas dimensiones, matan treinta de esos gigantones cada hora: uno cada dos minutos. Y no solo lo matan, sino que además lo despedazan hasta donde sea preciso: cabeza por aquí, pellejo por allá, casquería por acullá… En apenas unas horas, cientos de individuos más o menos sanos entran por su propia pata en el recinto, y salen de él descuartizados y mezclados en cajas apilables: ojos con ojos, hígados con hígados, corazones con corazones, pezuñas con pezuñas.

En los casos de cierre cautelar, algunos veterinarios explican que, en líneas generales, “los trabajadores de los mataderos son reclutados normalmente por sus condiciones físicas, y no por su sensibilidad hacia los derechos de los animales”. Me parece una afirmación bien contundente. Por ser cierta, y además porque exhibe una mentalidad entre extraña y macabra. Desde luego que no les concedo a sus autores ni rastro de mala fe. Pero al tiempo me resulta imposible no hacer la subsiguiente reflexión sobre qué entenderá esta gente por “derechos de los animales”. Violar estos debe de significar en su cabeza apalear corderos, degollar vacas conscientes, introducir gallinas vivas en calderos con agua hirviendo, y poco más. Por consiguiente, no supondría ir contra esos derechos separar madres de hijos a muy temprana edad, ni trasladarlos compartimentados al infausto centro de exterminio, o mismamente asestarles un disparo en el entrecejo. Uno cada dos minutos. En tales situaciones, el político responsable del ramo suele zanjar la cuestión reconociendo una “crueldad innecesaria” en la actitud de los trabajadores. En fin…

Seamos claros. Con independencia de que se sea militante animalista acérrimo, de que se crea en una mejora de las condiciones de vida (y de muerte) de los «animales de renta», o de que sencillamente se tenga un atisbo de humanidad, hemos de concluir que aun el más ‘pulcro’ matadero ―¡el number one de los mataderos del mundo mundial!― genera inmensas dosis de sufrimiento en su doble vertiente: física y psicológica. ¡No puede ser de otra forma! Pues no cabe imaginar a operario alguno que albergue un poquito de compasión en su pecho. De ser así, quiero pensar que enloquecería a las primeras de cambio. O quizá es que han aprendido a correr un tupido velo sobre sus conciencias nada más fichar a la entrada del recinto.

Las autoridades pretenden convencernos en tales casos de que, de no haber acontecido dichos «excesos» (en cualquier caso “puntuales”), el matadero equis sería un ‘buen matadero’. Creo que los «mataderos buenos» no existen, y que por tanto la expresión se nos presenta en sí misma como un puro y demoledor oxímoron.

Recuerdo haber leído hace muchos años un reportaje sobre estos centros en cierta publicación animalista. Entrevistaban a un operario, precisamente, solicitándole su parecer sobre la opinión generalizada de que los matarifes han de ser por fuerza gente ruda. Él, lejos de desmentirlo, lo aceptaba resignado: “¿Y cómo quieren que seamos, si pasamos buena parte del día con sangre hasta los tobillos?”.

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