La democracia no destruye la distinción entre quienes mandan y quienes obedecen
El caso Bono hace tiempo que ha traspasado las lindes de la «caverna mediática». Medios «progresistas», incluido el órgano oficioso del zapaterismo, se han hecho eco. El PP reclama explicaciones y actuaciones de la Fiscalía.
El espectacular incremento patrimonial de quien ostenta la tercera magistratura de la Nación exige, al menos, el ejercicio de la virtud de la transparencia y una justificación de tan patente enriquecimiento. Es verdad que ninguna de las informaciones publicadas entraña, de suyo, la comisión de ningún delito.
Pero no todo lo que queda fuera del Código Penal es compatible con la decencia política. Y la presunción de inocencia no es incompatible con la permanente sospecha y vigilancia que hay que tener frente a los poderosos.
Si existe alguna inexactitud en lo informado, el presidente del Congreso tiene medios para restablecer la verdad. Y si todo es verdadero, está obligado a ejercitar la transparencia y a justificar el incremento de su patrimonio.
No como cualquier ciudadano, porque no es cualquier ciudadano. Los mejores remedios contra la corrupción son la libertad de expresión y la transparencia.
Publicidad y transparencia. Por eso, los códigos de buena práctica política incluyen la declaración de los bienes de los cargos públicos en el momento en el que se accede a ellos. Precisamente con el fin de tener que justificar cualquier incremento obtenido durante el ejercicio del cargo. Los políticos están obligados a una austeridad y transparencia mayores que el resto de los ciudadanos.
La razón fundamental es que la corrupción siempre acecha al poder. Todo el que tiene poder puede tender a abusar de él. Lord Acton afirmó que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente.
Y Comte, mucho más duramente aún, dijo que toda participación en el mando es siempre degradante. Burckhardt definió el Estado como «los imperantes y su séquito». Incluido, por supuesto, el Estado democrático.
En realidad, el afán de enriquecimiento es sólo una de las tentaciones del poder; probablemente, no la más frecuente. Existen otras pasiones políticas más fuertes, como el puro afán de dominio sobre otros hombres o la influencia sobre ellos.
No es el dinero la principal pulsión que mueve a los políticos. Sin embargo, no son pocos los que se acercan a él para enriquecerse. Por eso, y bien lo sabe la tradición liberal, el poder debe ser puesto siempre bajo vigilancia y sospecha. Y a quien no le guste, tiene el remedio al alcance de la mano: abandonar la actividad política.
A nadie se le obliga a mandar. El poder ha de tener el precio de un plus de exigencia y transparencia. Con frecuencia, se afirma que en una democracia los políticos son servidores públicos. Conviene no dejarse engañar. El poder siempre viene de arriba, aunque en las democracias proceda de la elección y de la delegación.
En verdad, nunca gobierna el pueblo. Si acaso, se gobierna con el consentimiento del pueblo. Creer que los poderosos son servidores es peligrosa ingenuidad. Ha pasado ya mucho tiempo desde Maquiavelo.
Y, remontándonos aún más en el tiempo, los políticos profesionales suelen ser, con muy pocas excepciones, más sofistas que socráticos, y tienden a entender la actividad política como el arte de conseguir y conservar el poder. Por supuesto, no todos son iguales.
Los políticos y los partidos se pelean por conseguir el poder. Y no parece hipótesis verosímil la que pretende que los hombres se peleen por servir. La democracia se sustenta en dos principios fundamentales: la libertad de sufragio y el derecho de oposición.
Si falta uno de ellos, quiebra. Pero la democracia, la única forma de gobierno legítima en las sociedades occidentales actuales, vive bajo una permanente contradicción: la pretensión de la existencia de una comunidad política en la que quienes tienen el deber de obedecer son, a la vez, titulares del derecho de mando.
Pero la democracia no destruye la distinción entre quienes mandan y quienes obedecen. La democracia no destruye el fenómeno del poder para transformarlo en servicio.
Otra cosa es que los poderosos estén bajo vigilancia y control permanentes, y que además se encuentren obligados a buscar el bien común y la justicia. Pero no es prudente pensar que de hecho siempre lo hacen.
De ahí la necesidad permanente de publicidad y transparencia en las democracias. La democracia no impide la corrupción; simplemente, y sólo en el mejor de los casos, la hace un poco más difícil. Un político no debe dejar un cargo con un patrimonio sustancialmente superior al que tenía antes de acceder a él.
Bono bien puede ser un hombre honrado, pero no parece un hombre austero y, si no desmiente las informaciones publicadas, ha visto aumentar espectacularmente su patrimonio. Por ello está obligado a justificar ese enriquecimiento que, como mínimo, es sospechoso. Todo incremento patrimonial del poderoso es, de suyo, sospechoso. Debe ser, pues, escrupulosamente justificado.
NOTA.- este artículo s epublicó originalmente en La Gaceta.