Las denuncias de corrupción llevaban lustros en la prensa, llegaron a saltar a juzgados que las archivaban con no se sabe qué criterios y achicharraron a unos cuantos políticos honestos
La prensa debería recoger el juicio de la Operación Malaya en la sección de Espectáculos, porque ese desfile de granujas no tiene mejor clave narrativa que la de lo grotesco.
Dos periodistas de Marbella, Héctor Barbotta y Juan Cano, han relatado con pericia profesional el caso bajo los códigos clásicos de la novela negra, pero se trata más bien de un esperpento del siglo XXI, una farsa burlesca con personajes dignos del Callejón del Gato: el Cachuli, la Rubia, la mujer del Pantojo, la Montse, el Gitano, Sandokán, y ese Roca de los nueve teléfonos y la sonrisa glacial que parece un trasunto bananero de Don Corleone.
Un manojo de truhanes envueltos en la sombra mediática de la Pantoja, que es el factor folclórico y popular del sainete, el gancho para el carrusel de la telebasura.
Como describe con maestría Ignacio Camacho en ABC, un fresco estrafalario y marginal de cierta España pícara, desmesurada, golfa, osada en su semianalfabetismo desvergonzado, que se coló por las rendijas de la política gracias a la anuencia y la omisión de unos poderes públicos aletargados en su deber de responsabilidad.
Es de temer que el circo malayo, con su secuela de alboroto cotilla y vecindón, acapare el primer plano de la opinión pública como señuelo populista capaz de eclipsar los verdaderos debates de una actualidad crispada.
Ya no ofrece peligro de desestabilizar el statu quo; los grandes partidos permanecen al margen y el sistema que permitió aquella cleptocracia siente alivio cuando la corrupción se airea con banales ribetes de mojiganga.
Los encausados son carne de cañón, gandinga para la gran máquina de picar reputaciones en prime time, material de primera clase para la pujante industria del chismorreo audiovisual.
Morbo, entretenimiento y picaresca que garantiza el consumo de masas en medio de la huelga general, la subida de impuestos y la agonía de un Gobierno en estado de catalepsia.
Pero aquel gran latrocinio que durante años expolió la capital española del lujo tuvo culpables morales que no se van a sentar en el banquillo.
Lo consintió en primer lugar un pueblo pancista que ignorando los síntomas manifiestos de mangancia votó con reiterada mayoría a los truhanes, y lo hizo posible la vista gorda de unas autoridades encogidas o complacientes.
Las denuncias de corrupción llevaban lustros en la prensa, llegaron a saltar a juzgados que las archivaban con no se sabe qué criterios y achicharraron a unos cuantos políticos honestos que se aburrieron y se desengañaron de predicar en un desierto de silencios y aquiescencia.
Ocurrió a la vista de todos; algunos cobraron las mordidas pero otros muchos las pagaron sin reparo alguno.
Y quienes pudiendo parar el fraude no movieron un dedo jamás han recibido una sola factura política de su responsabilidad; antes al contrario se los puede encontrar hoy en secretarías de Estado y hasta en vicepresidencias del Gobierno.