En el mejor caso, el sindicalismo hoy lo inspira el melancólico afán por protagonizar la épica lucha de un obrero decimonónico contra un patrón dickensiano
Como si hubiera tenido que hacer alguna en su vida. Con las mismas podía haber dicho que el desahucio culmina el Derecho Civil o que el repollo representa el último estadio de la horticultura.
¿No será más bien la huelga expresión del fracaso de la política? Sabina está bien para dedicar elegías cazalleras a un desamor suburbial, pero como propagandista envejece tan mal como los sindicatos.
«¡Capitalistas, opresores!», gritaban los piquetes cognoscitivos o como se diga al escaparate de El Corte Inglés.
«Oiga, que a mí me ha bajado la pensión un Gobierno del PSOE», responderían los currantes del centro, que ya no entran al trapo rojo de la vieja retórica.
En el mejor caso, el sindicalismo hoy lo inspira el melancólico afán por protagonizar la épica lucha de un obrero decimonónico contra un patrón dickensiano; en el peor, todo esto no ha sido más que una botellona piquetera o una estampida de perroflautas barceloneses que ya se han aburrido de jugar al puto diábolo.
Uno está habituado a estos intentos desfibriladores del sesentayochismo funeral desde que en la Complu, hace no mucho, los guevaristas de mi clase de Filología les pintaban a los pijos en las paredes de Derecho:
«La nave roja sigue»; y ellos contestaban en nuestros muros: «Rojos: menos lucha y más ducha».
Todo quedaba en un aceptado juego de identidades literarias, ya que pijos, alternativos y descatalogados pagábamos todos las mismas croquetas en el Paraninfo.
Pero, amigo, ¿qué pasa con los cristales rotos, las calles guarreadas, los policías tullidos? ¿Será un pobre munipa descalabrado la víctima propiciatoria que exige el ara de la democracia, en el discurrir del Sabina?
Más vale aquí que curre todo el que pueda, bien duchadito de casa, antes de que el sustituto de Corbacho logre colocar otro cerro de españoles en cursillos del Inem, trabajando por su país.