Los eurodiputados han comprobado también que las nuevas tecnologías pueden ser devastadoras en la fiscalización de la vida política
La clase política y los grandes partidos tienen que tomarse muy en serio lo sucedido con la polémica sobre los viajes de los eurodiputados, síntoma claro de un malestar que se ha incrustado profundamente en la sociedad.
Las rectificaciones y los buenos propósitos que unos y otros se han apresurado a anunciar demuestran que la avalancha de críticas ha tenido efecto, pero la cuestión no puede dejarse pasar con este tipo de medidas cosméticas, aunque fueran tan loables como el gesto del primer ministro británico, David Cameron, que ha pasado unas vacaciones familiares «de bajo coste» en Granada.
La evidente falta de sensibilidad con la que los eurodiputados afrontaron esta votación -que por otro lado era prácticamente inocua- ha de suscitar una reflexión sobre la perniciosa rutina en la que han caído muchos políticos, que se preocupan de complacer a los dirigentes de sus partidos y olvidan soberanamente a los votantes.
Mientras a los ciudadanos que soportan el peso de la crisis se les piden sacrificios, no es de recibo que quienes los representan no sientan la necesidad de hacer un gesto, aunque fuera simbólico, para mostrar que están al lado de la sociedad y no por encima de ella.
En política debe predominar la vocación de servicio, y aquellos que no estén dispuestos a sacrificar su vida personal para beneficio de la comunidad pueden convertirse en una rémora para las instituciones.
Los eurodiputados han comprobado también que las nuevas tecnologías pueden ser devastadoras en la fiscalización de la vida política, y aunque muchas de las críticas se hacen con un tono desmedido, ahora saben que los ciudadanos tienen un medio muy eficaz para hacerles llegar su indignación. En sus manos está aprender la lección.
