A las grullas siempre se las oye primero. Luego, para verlas, hay que buscarlas, más allá de sus moradas voces, en el cielo. Este domingo, una gran bandada que bajaba desde Gallocanta, sobrevoló la Muela de Alarilla.
Vinieron altas, muy altas, casi bajo la misma panza de las nubes y muy por encima de los parapentes, alas delta y ultraligeros que allí se dan cita cada fin de semana. Las aves, al toparse con aquellos artilugios con hombre cargado que pretendían imitarlas, rompieron sorprendidas su clásica formación en “V”, se arremolinaron en un círculo y celebraron, con un arrebatado clamoreo, conciliábulo sobre el “el Colmillo”. Giraron un buen rato sobre el vértice del cerro y debieron de concluir que aquellos “pájaros” con los que tropezaban no eran de su especie ni respondían a su voz ni se les percibían buenas trazas volanderas así que, tras un nuevo trompeteo reemprendieron ruta, río Henares abajo.
Un sol, con luz de tormenta, que se colaba desde el poniente por debajo de los nubarrones negros que asomaban por el Norte, les sacó destellos en las plumas. Y cuando se perdieron lejos de los ojos aún siguieron sonando por el horizonte un largo rato sus gritos.
Ellas y otras muchas habrán llegado ya a las dehesas Extremeña y de todo el suroeste peninsular. Allí pasaran la invernada. Aquí están seguras y protegidas. Ningún cazador hará otra cosa que admirarlas. Ni siquiera un cetrero que quiera recordar que en la Edad Media eran la pieza más codiciada y el gran reto para los mejores halcones de altanería. Yo ni siquiera “volví un canto”, mágica fórmula de mi infancia campesina para que perdieran rumbo y tuvieran que descender a tierra.