Los fríos ya son intensos , aunque en Madrid siempre hay unos grados mas. La ciudad emana calor. Los gorriones son quienes mejor lo saben aprovechar y también las palomas domesticas, las descendientes de las bravías. Las tórtolas comunes, cada vez más escasas, se marcharon a principios de septiembre, pero las turcas que llegaron desde el este no son migratorias y parecen adaptarse bien al frío. Su número no deja de crecer año tras año. Urbanas decididas quizás saben que aquí no hay cazadores y ellas al campo no salen. Prefieren los jardines. Aunque ahora ya los árboles no tengan hojas y quizás hasta un día llegue a cuajar la nieve. Pero fuera de la ciudad, que duda cabe, hace más frío.
Al margen de las palomas, la ciudad queda en invierno más vacía, más triste sin sus turistas africanos, le falta un punto de multiculturalidad y de pios. Al fin y al cabo esos visitantes no son de paso, tiene mucha carta de naturaleza. Bien pensado, aunque marchen cada año, si no se lo impide la desgracia, regresan. Y tienen carta de naturaleza madrileña. En su pasaporte habría de ponerse que tiene nacionalidad española y nacimiento madrileño. Algo de lo que no precisamente muchos de los humanos que la habitan pueden presumir. O sea, que un respeto, que ellos viene cada año y además es donde se aman, donde nacen, donde pasa su infancia. Y la patria, la verdadera patria de cualquier ser vivo, y por supuesto de los humanos, es su infancia.
Así que cuando se van, Madrid se queda triste. Entre humos y nieblas grises. Menos mal que le quedan sus gorriones. Ellos no le fallan nunca. Son sin duda la mejor de sus gentes.