Cuando uno habla de corrupción y señala que está se extiende por todos los partidos que tocan poder se levanta de inmediato un coro político que señala al que así se expresa como un posible enemigo de la democracia.
Cuando se afirma que para los partidos la corrupción “son siempre los otros” , que se percibe como arma arrojadiza contra el enemigo y se oculta o menosprecia la propia, la replica inmediata es señalar tal cosa es afectar al propio sistema y que no se puede juzgar a toda la “clase politica”.
El argumento esencial, pues y ls defensa última, corporativa y casi unánime es que si se ataca a los partidos, como pilares que son del sistema democrático que son, se ataca a su esencia y eso es muy peligroso y al que así se expresa se le pudiera tachar de fascistoide.
Es una trampa tan manida que ya no tiene un pase. Decir la verdad no puede ser jamás antidemocrático. Y el problema de la democracia y de los partidos no es decirla sino ese hecho que se denuncia. El problema es la corrupción y el comportamiento de los partidos ante ella. Eso es lo que deteriora la democracia. Y la corrupción, no se si generalizada, pero si muy extendida y que afecta a todos es una evidencia palpable. A ello es a lo que ha de ponerse coto urgente y aplicarse cirugía rápida.
Porque lo que es inadmisible es el viejo truco que tanto han aplicado los nacionalistas con las suyas. Pues ahora son los partidos quienes se envuelven en la bandera de la bandera de la democracia para tapar sus vergüenzas. Y lo que acaban por hacer es manchando esa bandera y esa democracia.
Porque ya hay un concepto perverso que ellos mismos asumen y pretenden que sea asumido por la sociedad entera: El de “clase política”. Ello, en si mismo, es una perversión de la idea democrática de representación. Es la conversión de la representatividad popular en profesión y carrera. Cierto que ese fenómeno es general en todos los sitios. Si. Pero no deja de ser en si mismo una corrupción de un principio. Que un político es lo que representa y representa a los demás. Y un partido no habría de ser una maquinaria de poder que mueve esos poderes y a esas gentes del oficio sino una representación y un cauce ideológico de una sensibilidad ciudadana. Es utópico, pero esa y no otra es la utopía democrática. La clase política, los partidos que la designan y la cultivan, acaba convirtiéndose en casta y la casta lleva al privilegio y el privilegio allana el camino de la corrupción. A las pruebas, a la hemeroteca y al día a día me remito.
P.D. Si hacer de la representación política una “clase” es ya un asunto para meditar muy preocupadamente, convertir la representación obrera y laboral en otra, la de los liberados y profesionales del sindicalismo, es un colmo difícilmente digerible. Pues ahí está pretendiendo y consiguiendo tomar carta de naturaleza de algo normal y hasta positivo. Pero de ello hablaremos con más detenimiento otro día.
