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La Marea de Pérez Henares

La luna más hermosa

Antonio Pérez Henares 06 Ago 2009 - 07:09 CET
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La luna más hermosa salió anoche. El crepúsculo de agosto se esfumaba en sombras y gritos alborotados de mirlos. Estaba en un pequeño valle dando cara a una costera punteada en su viso por encinas de redondas copas. Tras una, empezó a brillar y de ella emergió con redondez perfecta hasta separarse del horizonte y alcanzar el cielo mientras de la tierra oscura subía acompañándola una sinfonía coral interpretada por la orquesta de los grillos.

Lentamente, y según se alzaba, comenzó a bañar los árboles, luego los matorrales y finalmente umbrías y oquedades del sombrío suelo para hacerles de nuevo perfilarse y tomar su individuales formas desligándolos de la amalgama de la tiniebla. Pero eran otras formas y otro color por esa su luz inusual que nos estremece y nos inquieta porque no es la luz bajo la que caminan los hombres cada día más diurnos incluso en sus noches iluminadas y ratifícales. Luz fantasmal como si fuéramos duchos en fantasmas cuando lo que nos sucede es que ya no nos bañamos nunca en lunas.

No había viento y la noche que ya era clara se aclaró aún más hasta hacerse casi traslúcida en un cielo donde a las estrellas les costaba hacerse notar e insinuar su parpadeo. Solo algunas hilachas de nubes, como guedejas lanosas se podían atisbar en algún costado del firmamento sin estorbar el paso del astro lleno.

Daban ya sombras las encinas en el monte cuando detrás de aquella de la costera, de la misma copa y por idéntico lugar, surgió, siguiendo a la luna, un lucero. Ninguna estrella lo igualaba porque no es ninguna de ella, que es planeta y llaman Júpiter, pero que es también un cascabel de luz, un pequeño y fiel perrillo que seguía, sin intentar alcanzarla, respetuosamente paso de su ama y diosa, que será satélite y hollado pero que todo lo señorea esta noche.

El bosque asomaba sonidos que no acababan nunca de continuarse, amagaba chasquidos , el rebullir de un conejo o el atisbo de algún pájaro nocturno , cuando se rasgó de pronto el velo del silencio con el ansioso guarrido de un zorro en celo escandalizando al monte . El grito del raposo se alargo a intervalos, haciéndose oír en los collados o aflautándose al transitar por cárcavas y hendiduras. Danzó su alarido durante un tiempo , ahora pareciera que acercándose , luego lejano y una vez ya no volvió a repetirse y parece que su voz nunca hubiera estado.

Le faltó a la noche y a la luna el jabalí o fue a salir por cualquier otra encina. Al hombre no le faltó nada. Ni siquiera llegar al alba.

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