La Marea de Pérez Henares

BARAKA

(para el fin de semana les dejo un cuento y ve voy al pueblo)

BARAKA

Al lanzar la vista por la llanura adelante vi al fondo, erguido sobre un farallón de piedra, el altanero castillo de La Riba, orgullo de los cristianos, ante el que debía morir antes de que finalizara el día. Al volver hacia atrás mis ojos vi a mis jinetes.

El castillo de los infieles desafiaba al cielo con su soberbia belleza, pero no había sobre la tierra nada mas hermoso que los corceles en los que cabalgaban mis tropas, la vanguardia de la caballería del califa, los caballos y jinetes bereberes de Galib. Y yo era Galib, el que había de morir antes de que anocheciera el día, ante los muros del castillo de La Riba.

Veníamos de tres en fondo , con el sol ya nacido, y Alá me había concedido una limpia mañana para morir . Los cielos vestían azules recién lavados y las tierras el ropaje verde y fresco de los trigos a medio crecer. Verdes eran también los gallardetes de mis lanzas y de azul índigo estaban teñidos las capas y turbantes de mis jinetes.

Yo, Galib, tenía que morir aquel día porque había visto mi sentencia en los ojos de Al-Mansur cuando partíamos de Córdoba . Sus ojos me dijeron que jamas regresaría a la ciudad de los califas. Estaba en mi elegir el modo y el día. Tenía tiempo mientras durara la aceifa. Mientras atravesáramos Castilla cortando su llanura como a un queso fresco con el afilado alfanje de nuestro ejercito; al cruzar las montañas y llegar al oscuro mar del norte, tan bravío; al regreso cargados de botín y esclavos hasta el refugio amurallado de nuestra Marca Media. Pero mas no. Nunca mas debían volver a posarse mis ojos en Córdoba. Ni en Fátima.

Porque Al-Mansur me hubiera dado todo. Una campana de las que descolgamos del gran templo de Compostela , antes de ponerla de lampara en la gran mezquita a mí me la hubiera dado. Diez corceles, cien cristianas cautivas y hasta una de sus hijas me hubiera dado. Pero yo le tomé a Fátima y a Fátima mi viejo general jamas me la hubiera dado . Pero ella se me entregó y yo la tomé. Al-Mansur se encargaría de que le llegara prestamente la noticia de mi muerte.

Me dio el mando de sus vanguardias, me confió lo mejor de sus tropas, puso en mis manos el orgullo del islam. Y me mandó morir. Pues que tuviera mi muerte aquella mañana ante el castillo de La Riba. Que no se demorara su venganza. Que no tuviera su mensajero que esperar para cabalgar hacia Córdoba.

Ahora hacía dos jornadas, cuando acampados bajo la protección de las murallas de Guadal-Hachara, Al-Mansur me había dado la orden de adentrarme en tierra infiel. Debía subir con rapidez el valle del Henares arriba , al amparo de nuestras fortalezas de Fita, Xadraque y Castrejón , hasta Sigüenza la Bermeja y , desde allí, comenzar a asolar el campo castellano, sin tocar , dejándola a la izquierda, la Peña Fort de Atienza.
Las barbacanas, los bastiones, las abadías , las iglesias y el castillo de la bien guardada Atienza se las reservaba para sí mismo el viejo Al-Mansur. No había olvidado que años atrás hubo de detenerse mucho mas de lo que gustara y sufrir innumerables bajas ante sus muros antes de conseguir asaltarla. No lo tenía aquello en el olvido y ahora , de nuevo villa cristiana, iba a recordarles, por si ellos habían quizá olvidado, cual era el color de su furia.

Yo, Galib, había salido en este día y antes de despuntar el alba de Siguenza la Bermeja , al mando de mis 500 jinetes. Al amanecer había contemplado, ya en la distancia, desde un altozano, a la ciudad que dejaba atrás e hirió casi mis pupilas el resplandor de sus piedras rojizas al ser lamidas por el primer sol. Y fue aquel cobrizo centelleo el que me dio señal de que mi hora era llegada.

Habíamos llegado nosotros a menos de media legua de los muros de La Riba sin delatar nuestra presencia a los castellanos . Ordene a las tropas que se ocultaran en un pequeño bosque de carrascas y chaparros desde el que podíamos acechar a los habitantes del castillo . Mas cerca en los sotos del río que corría bajo sus defensas también hubiéramos podido encontrar escondrijo , y mas cercano, pero también con mayor riesgo de ser descubiertos.

Al-Mansur me había ordenado razzia: incendiar campos y aldeas, degollar y capturar ganados y víveres y no hacer , ya habría tiempo mas al norte, cautivos que nos retardaran la marcha. Para ello bastaría con saquear el poblado a los pies de la fortaleza y coger desprevenidos a los castellanos que salieran de ella hacia las labores. No era necesario intentar asaltar el bastión.

Pero yo, Galib, tenía que morir aquella mañana contra sus muros. El castillo roquero iba despertando al igual que los habitantes del poblado a sus pies. Nada les turbaba. Bajaron el rastrillo y se abrió el portón. Un pequeño trasiego de gentes y bestias comenzó en el sendero que unía las casuchas de adobe y paja con la puerta almenada. Descendían mujeres hacia el río y subían aldeanos con viandas por el escarpado sendero. Semejaban hacendosas y jorobadas hormigas. Espere muchas horas . Hasta que el sol estuvo alto y la senda abarrotada. Volvía un tropel de mujeres con agua y ropa lavada, ascendían unos labriego con sus mulas , descendían otros con sus asnos y hasta un par de soldados con algunos caballos de la rienda se dirigían a abrevar al riachuelo. Era llegado mi tiempo .

Hablé a mis lugartenientes :

.- Cabalgaré solo. No lancéis vuestros caballos hasta que no haya llegado al pie del sendero que sube al castillo. Entonces si. Id hacia los infieles como un huracán. Arrasarlo todo, dadlo al fuego y enviar un jinete a decirle a Al-Mansur como combatió su general Galib ante los muros de La Riba.

Enmudecieron. Y´aqub, el mas joven, intentó un gesto. Otro de Abdelaziz, mi segundo, lo detuvo. Cambie un beso con cada uno de mis cinco jefes de escuadrón y subí en mi corcel. Cogí firme las riendas con la mano izquierda , taloneé levemente los ijares de mi montura y salí a campo abierto. Con un alegre trote, casi un caracoleo, con las sedas dejándose cantar por el viento , con la cimitarra en la vaina y con la pica con el gallardete verde en la diestra mano.

Debieron de verme al romper a campo abierto, pero no me vieron. Creí que me había divisado al remontar un pequeño otero – me pareció hasta percibir alguna mano señalándome- pero estaban ciegos . Cruce, escuchando tan solo el compás de los cascos de mi corcel, una pequeña vaguada. Seguí sin oír gritos de alarma cuando ya mi caballo llegaba a las lindes del ultimo trigal junto al río. Pero ya sentí su pánico , sus miradas extraviadas y sus alaridos de miedo cuando, al galope tendido, pasé entre espumas el vado y cuando todavía mas desbocado aún , como un torbellino negro, mi caballo se lanzó camino arriba.

Y a mi espalda sentí entonces también el “Ala al kadar” de mis jinetes y un estremecedor ulular de sus quinientas gargantas que venía hacia mi.

La lanza la hundí en la espalda de un soldado sorprendido que intentaba correr cuesta arriba. Al otro , entorpecido por las riendas de sus animales, lo pisoteo mi corcel . Desenvainé el alfanje y continué el ascenso. Todo era tumulto. Pocas manos se levantaban contra mi. Las corté .Los mas huían, se amontonaban y caían. Y mi caballo pisando cuerpos, hortalizas, cestas con ropas, cántaros rotos, siguió trepando. Estabamos llegando al portillo . Estaba abierto y la sorpresa les había impedido aun izar el puente levadizo. Cargue contra los dos castellanos , custodios de la puerta , que se afanaban en hacerlo en aquel preciso momento y los derribé. Estaba dentro.

Divisé en el patio a dos caballeros montados y una silla de manos que portaban entre cuatro siervos. Trabé con ellos combate. Alguna saeta habría de penetrar en mi carne disparada desde los muros , pero antes descabalgue al primero de mis enemigos. Iba a cazar y portaba en su puño un halcón. El fue una presa fácil. Lo desarzoné de un golpe donde el cuello se junta al tronco. Su “peregrino”, sujeto por las vihuelas al puño de su amo y ciego por la caperuza quedo aleteando lastimosamente contra las piedras del suelo.

El segundo cristiano presentó mejor lid. Era hábil con su montura y me hizo errar varios golpes. Hasta llego a herirme en la pierna en una pasada , justo antes que un tajo mío de abajo arriba le hiciera salir su alma infiel por el costado. Entonces vi el palanquín caído y el rostro aterrorizado de una joven cristiana asomándose. Oí el silbido de las flechas pero no sentí ninguna de sus afiladas mordeduras. Y en un instante el griterío intenso que subía hacia mí estuvo dentro del castillo y Y´quub y Abdelaziz ya cubrían mis flancos . Cientos de mis jinetes penetraban como un turbión en la fortaleza. Después fue la matanza.

.- No es el hombre a quien le es dado fijar su destino.- dijo Abdelaziz

.- Las estrellas no tenían escrita hoy tu muerte ,Galib. Ala es grande y misericordioso. Las estrellas tienen fijado otro destino para ti- dijo Y´quub, con sonrisa.

.- Has insultado los designios de Ala.- dijo con oscura seriedad en su rostro Abdelaziz.- Pero sí , Ala ha sido misericordioso para ti , Galib.

Yo me reí y dije.

.- No te entristezcas por mi pecado Abdelaziz. Y sí, Y´quub , tienes razón . Estaría escrito otro destino en mi estrella. También en la de esta cristiana. Sacadla de ahí y no la toquéis. La quiero para mi. Saquead el castillo. Podéis apoderaos de todo aquello que os plazca , pero no disputéis entre vosotros, y , ante todo, no sobrecargeis vuestros caballos . Usad de las mujeres lo que se os antoje pero no podréis conservarlas . Queda mucho camino hacia el norte. Tiempo habrá de capturar otras. Pero si debéis de coger toda caballería que nos sea útil y toda bestia que no sea inmunda . Reservad los caballos mas ligeros para nosotros y algunos víveres. El resto ,que un escuadrón se lo entregue a Al-Mansur en Atienza. Llévaselo tu Abdelaziz. Dile tambien que Galib quiso hoy cumplir sus ordenes, pero que los designios de Ala son inescrutables

Reemprendimos la marcha al atardecer . Mi médico me había curado prestamente el rasguño de la pierna , pues temo mas que nada a la infección en estos malolientes pueblos cristianos. Odio su hedor. No se lavan. Son tan sucios como los puercos que crían y se comen.

Partí victorioso de La Riba. Al volver hacia ella la vista vi en el cielo el resplandor de los incendios contra el rojizo atardecer y el humo subiendo , desde las torres del castillo hacia el sol que se apagaba. También contemple la silueta de mi jinetes . Y, de nuevo, me estremecí de dicha ante el paisaje. Era el momento de orar. Desmontamos y lo hicimos en silencio, cada uno en su oración , como se hace en el desierto. Yo di gracias a Alá por s misericordia. Y borré a Fátima de mi recuerdo.
Anochecía . Brillaba ya Venus junto a la luna creciente, cuando llegamos a una pequeña ermita en medio de un prado . Las iglesias y ermitas cristianas me agradan. Son el único lugar de estas tierras limpio y cuyo olor -a veces hasta queman incienso –me resulta soportable. Además del pequeño templo había pasto y una fuente.

.- Montad aquí las tiendas. Cuidad de los caballos. Cubrid los fuegos. Traedme a la cristiana.

Pero no había hecho mas que poner el pie en el postigo de la puerta de la ermita cuando un hombre brotó de las sombras de su interior y se abalanzó ,chillando, contra mi. Era un monje viejo y seco e iba a cercenarle la mano que con algo me amenazaba , cuando vi que no era arma alguna la que blandía, sino que era el símbolo de su dios, una cruz, con lo que pretendía amedrentarme.

He estudiado la lengua latina y por ello puedo entender bastante de la lengua de los castellanos y de lo que me decía.

.- ¡No te temo! Ni a ti ni a las inmundas bestias de Mahoma. ¡Atrás!. Marchaos de este lugar sagrado o la tierra se abrirá bajo vuestros pies y pereceréis entre las llamas el averno.

Mis hombres miraban al viejo con ironía, dudando entre reírse o hacerle rodar la cabeza . esperaban mi gesto, cuando el monje fijo sus ojos en la cristiana que en ese momento acercaban dos jinetes. Ella venía sumisa, pero el clérigo ardió de ira.

.- ¡Suéltala infiel. No oses mancillarla. Te conjuro, Satán! – aulló y enarbolando su cruz se precipitó contra mí.

Le derribé de un golpe en la cabeza dado con la empuñadura de mi cimitarra. Pero tendido en el suelo no cejaba en su griterío.

.-¡No te temo! Puedes acabar con mi cuerpo pero no con mi alma inmortal. ¡Martirio, martirio!.- clamaba-

.- ¿Que dice, Galib?.- preguntó Y´quub.

.- Desea que lo matemos. Quiere el martirio. Algunos en Córdoba, fanáticos como él, también lo buscan insultando a Alá, a Mahoma y a sus fieles.

.- ¿Y porque hacen tal cosa?

.- Les garantiza su paraíso, Y´quub. Al igual que a nosotros morir en la guerra santa nos conduce directamente a las huries.

.- Pero no es igual , verdad general Galib. El suyo es falso.

.- Claro , joven Y´quub . Solo hay un Dios y un jardín del Edén verdadero, el nuestro. Pero dadle su martirio al viejo, sí. Se lo ha merecido. Pero no del todo. Creo que le bastará como servicio a su Dios que le cortéis las orejas.

Se lo llevaron. Lo oí gritar, rezar y luego chillar de dolor como un cerdo. Luego aun distinguí su extraña silueta alejándose por los campos seguida por las carcajadas de mis hombres.

Entré por fin en la ermita arrastrando conmigo a la cautiva. Lucían en su interior algunos cirios. Era agradable aquel olor a cera y quedaba algún rastro de incienso. Penetré en una pequeña estancia a la derecha del altar y en un arcón encontré unos grandes lienzos blancos y limpios que tendí en el suelo. Miré a la cristiana Era joven e incluso hermosa , aunque delgada en exceso . Sus cabellos eran rubios. Por los negros ojos de Fátima había llegado a morir ante los muros de La Riba y Alá me había entregado a aquella cristiana de ojos claros.

Permanecía muda. La atraje hacia mí. La desnudé y me sacié en ella. Al alba le hice contarme quien era. Su marido fue el caballero del halcón a quien abatí el primero. El otro era el alcaide de La Riba. Iban a haber salido de madrugada hacía Atienza pero se habían demorado . Me reí. Aquella cautiva también parecía destinada a Al-Mansur pero había caído en mis manos. Era mi “baraka”. Y la de mi viejo general no parecía contener buenos presagios. Tal vez yo, Galib, aún regresara a Córdoba después de aquella aceifa. Tal vez el aire quisiera aun oír mi nombre después de haber casi olvidado al que antes lo llevó y fue grande antes que yo naciera y antes de que Muhammad ibn Abu Amir fuera llamado “Al Mansur bi-llah”. Aquel viejo Galib, el generalísimo de la frontera y de las tropas de las marcas, del que todo lo aprendió , el que le dio a su hija y al que dio muerte con sus manos. A ella fue a quien le hizo llegar su cabeza, pero la mía aun estaba sobre mi cuello y no en un saco de arpillera a los pies de Fátima.

Hasta el norte habría muchas lanzas cristianas y el regreso , cargados de botin y cansados, sería mas peligroso todavía. Sobre todo ya al final , por el paso de Catalañazor , buscando ya nuestras murallas de Medinaceli. Pero sin duda lo sería tanto para el gran Al-Mansur como para el general de su caballería .

Al día siguiente , de nuevo al frente de mis jinetes bereberes, antes de emprender el camino, miré por última vez hacia La Riba. Aun humeaba en la alborada.

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Autor

Antonio Pérez Henares

Ejerce el periodismo desde los 18 años, cuando se incorporó al diario Pueblo. Ha trabajado después en publicaciones como Mundo Obrero, Tiempo, El Globo o medios radiofónicos como la cadena SER. En 1989 entró al equipo directivo del semanario Tribuna, del que fue director entre 1996 y 1999. De 2000 a 2007 coordinó las ediciones especiales del diario La Razón, de donde pasó al grupo Negocio, que dirigió hasta enero de 2012. Tras ello pasó a ocupar el puesto de director de publicaciones de PROMECAL, editora de más de una docena de periódicos autonómicos de Castilla y León y Castilla-La Mancha.

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