Un inusual revuelo de pájaros y el grito de un mirlo me hicieron fijar la mirada. Un ligero tamareo entre los romeros delató su presencia. Un zorro, con su hermoso pelaje de invierno, cazaba a escasos quince metros de la cabaña. Acababa de salir es sol en un mañana limpia y tranquila aquí en el Enebral y el raposo aprovechaba aún esas horas vacías de hombres quizás después de una noche infructuosa en su búsqueda de comida. Los pajarillos, que frecuentan cada vez más la cercanía de la casa, no dejaban de molestarle revoloteando por los chaparros, lejos de su alcance y alarmando a cualquier otra posible presa. Tras unos minutos de infructuoso campeo por el romeral, por donde a veces vislumbraba más que nada su muy poblada cola, hubo un momento en que levantó la cabeza, apuntando hacía la ventana desde la que le observaba la inquisitiva nariz, y tras sacudirlo, con ese característico gesto de todos los cánidos incluidos nuestros perros, se tapó definitivamente entre los matorrales.
Hace unos meses instalé junto a los bebederos más frecuentados una cámara de fototrampeo que se dispara automáticamente al paso diurno o nocturno de algún animal. La he regulado para que no gaste toda la batería ante las visitas continuas de pequeñas aves y las sorpresas ante sus capturas no dejan de alegrarme. Jabalíes, en piaras o algún macho solitario son frecuentes, como también las corzas y sus recentales y desde luego no es raro ver asomar al furtivo “maese zorro”que me ha visitado esta mañana. Pero guardan otros tesoros menos visibles estos bosques de encina, roble, enebro y sabina bien acompañados en su piso por romeros, aliagas, retamas y hasta gayuba. El joven gato montés al que vi a la luz el día por los meses de verano sigue teniendo su querencia muy establecida. Pero en el otro extremo del monte vive y se hizo nocturnamente presente al principiar esta luna un soberbio ejemplar macho, quizás el padre de mi joven amigo, en toda su plenitud y fuerza. Varias garduñas, algún turón y una gineta han sido también fotografiados. En los últimos días de calor una charca recibió una visita inusitada. Un águila calzada bajo hasta ella para refrescarse, beber y hasta darse un baño.
La vida salvaje no es dada a mostrarse por la cuenta que le tiene. Se necesita o esta trampa o todo el silencio y la paciencia. Pero su visión me sosiega y me reconforta. Poco a poco van recuperándose las poblaciones de conejos que quedaron casi extinguidas hace dos años por la hemorragia vírica y la mixomatosis y los bandos de perdices se arrancan fuertes y nutridos. Seguimos cuidándolos y cazando apenas nada excepto algún aguardo al jabalí y alguna salida con los perros más que otra cosa de paseo. La alegría me la produce cada nuevo rastro de su “trato” o la visión de una nueva madriguera retomada o recién excavada. Que su recuperación avanza es señal inequívoca el que sus predadores dancen con asiduidad por estos parajes. Hasta he vuelto a ver el águila imperial planeando por las laderas de espartales. Hacía dos años que había dejado de poder contemplar su imponente silueta por encima de estos parajes.
Espero ahora que lleguen las primeras nieves. Es un momento muy especial para poder calibrar toda esa vida escondida que ese día estampa mejor que nunca su huella.