La Marea de Pérez Henares

La ley del embudo

No hay norma mas seguida, política, social y personalmente, que la Ley del Embudo. No está escrita en ningún sitio, ni consagrada en frontispicios, no ha sido jamás esgrimida por un jurista con prestigio ni siquiera desprestigiado, ni ha llegado a texto de rango, ni mínimo ni máximo, alguno. Pero es la verdadera ley de leyes, de universal aplicación, y que preside el espíritu y la praxis de la actuación publica y privada del común de las gentes sin distinción de clase, condición, ideología y gobierno.

A cada paso nos encontramos con su impronta y cortamos su huella de manera permanente y por doquier. Es tan habitual su presencia en todos los rincones que si nos sorprendemos de algo es cuando se produce, que no se produce nunca, el verdadero milagro de lo contrario, la vigencia de la Ley del Mismo Rasero, esa tan clamoreada, esa que si esta en todas las declamaciones, principios y constituciones. Esa que todos decimos ansiar y seguir pero que en verdad no conjuga nadie.

No pasa hora ni situación en que la larga sombra del embudo no aparezca y los botones son tantos que lo que no hay es muestra diferente. Ahí tenemos el caso Blanco. El Supremo ha desestimado y archivado su caso. No encontró pruebas suficientes y lo encontrado no le pareció delito y por tanto motivo para enjuiciarlo por ello. Zanjado y punto. ¿Pero se aplicara esa misma vara de medir con todos?. Hay más que dudas razonables. De entrada porque el mismo protagonista era el valedor máximo de exactamente lo contrario. Era el quien ponía el listón para sus adversarios, ese ahora elevado al supremo, a ras de suelo. Y sucederá algo parecido en la conclusión del caso. Se exigirá por él y los suyos, la excusa y el dejar pulidos honores y reputaciones pero si quien ha sido exculpado es un adversario, eso no, ese por muy absuelto que sea, se perpetuará como presunto culpable hasta el fin de los tiempos.

Podría soñarse que al menos, y a la luz de lo sucedido, el mínimo sentido común llevara a todos a situar la línea roja en un punto determinado. Por ejemplo, la obligación de abandonar el cargo en el momento de apertura del juicio oral, dado que la actual figura de imputación es tan solo declaración con abogado y puede dar lugar a injusticias irreparables. Sería lógico y razonable y habrá otras posibilidades. Pero poca esperanzas, precisamente por ello, habrá de que se lleve a efecto.

Pero ni siquiera cuando hay norma jurídica y aplicada al respecto se contiene la de la doble vara. En el Tribunal Constitucional hay más política que en Genova y Ferraz juntos y son quizás “mayoria cualificada” los magistrados con antiguos cargos en gobiernos y el carné en la boca. Pocos son los que de una manera u otra no lo llevan. Pero si ello no es óbice para unos es motivo de un tremendo griterio cuando uno pagó una cuota de afiliado. La escandalera impostada contra el presidente del TC responde antes que a nada a este axioma. Que eso no sea ilegalidad ninguna no importa en lo más mínimo. Dice bien Esteban González Pons en este caso, aunque habría que decirle también que ello mismo lo tuviera como norma en los adversos, que según tan peculiar doctrina acabara por ser delito el ser del PP y hasta votar a ese partido. O al menos agravante. Y el reflejo más oloroso aparece cuando los indignado de guardia se van a freír a unas sedes pero hacen como que ni les llega el olor de los chorizos de las otras.

Porque lo que prevalece es la Ley del Embudo y si existe además algún tramo en que se convierte en referente absoluto es el de las corrupciones , abusos, trinques, tráficos y cualquiera de las malas artes. Las tragaderas para los propios y para uno mismo son inmensas, cabe no solo la rueda del molino sino la maquila entera. Para los otros ha de aplicarse el pitorro más estrecho, por el que no pasa casi ni una gota. Compruébese a cada instante, en cada palabra pronunciada: la corrupción es siempre la de los demás, el gran arma arrojadiza. Pero el pecado mortal, con pena irrevocable de infierno, es el de los “otros” mientras que en los propios no pasa de venial falta que se paga con un par de avemarías, rocieras y con rebujito. Estos días lo sufrimos más que nunca. Para “estos” hasta pronunciar el nombre Barcenas está prohibido, para “aquellos” la sola palabra ERE visualizará la presencia del más encarnizado enemigo.

Pero no señalemos únicamente a lo estigmatizados políticos y asimilados, que esa es otra de las aplicaciones de la ley del embudo. Si tanto predomina en parlamentos, tribunales, televisiones, columnas y radios es porque es la moneda común en el común de las gentes, la vara de medir en los patios, en las cocinas, los salones, en la calle y en las tascas. Tanto en los despachos de potentados, los fincones y los yates como en los gentíos areneros y con tarjeta metro-bus en vez de “visaoro”. Lo que se exige a todos los demás no es en absoluto exigible a uno mismo. Porque para lo propio siempre hay una excusa. Grande o pequeña, pero siempre una gatera por la que se escapa el gato de la conciencia.

Así pues y en vista del paisaje, que puede ser más natural y demostración del clima general que ese verbo tan mentado, DIMITIR, sea el más empleado (usado, abusado y exigido) por los unos contra los otros y el que menos se aplican a sí mismos. Un verbo que siempre se conjuga en imperativo para los adversarios pero que jamás, las excepciones son la regla, se conjuga en primera persona del singular. Del plural ni hablamos.

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Autor

Antonio Pérez Henares

Ejerce el periodismo desde los 18 años, cuando se incorporó al diario Pueblo. Ha trabajado después en publicaciones como Mundo Obrero, Tiempo, El Globo o medios radiofónicos como la cadena SER. En 1989 entró al equipo directivo del semanario Tribuna, del que fue director entre 1996 y 1999. De 2000 a 2007 coordinó las ediciones especiales del diario La Razón, de donde pasó al grupo Negocio, que dirigió hasta enero de 2012. Tras ello pasó a ocupar el puesto de director de publicaciones de PROMECAL, editora de más de una docena de periódicos autonómicos de Castilla y León y Castilla-La Mancha.

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