La Marea de Pérez Henares

La quietud, los jabalies y el viento

La vaguada donde está la charca lleva ya tiempo en sombra, en la quietud de ese momento entre dos luces, pero la hermosa luz del sol poniente aún acaricia las últimas cuestas de La Bujeda, en la sierra de Altomira, la Transierra medieval, esa divisoria donde el nombre árabe Buj :torre evoca vigías, algaras y combates. También se demora la claridad en retirarse del altillo de enfrente y de la costera labrada donde los girasoles ralean en la tierra mala. Allí asomó en una súbita carrera con parada preventiva, la vieja jabalina. Se destapó y se fue a tapar otra vez a un mogote, en medio de la parcela con alguna pequeña carrasca, alguna piedra, retamas y brozas, donde no llega la reja del tractor. Tras ellas en atropellados repentones llegaron los jabatos. Tres primero, casi en fila, luego el rezagado, corriendo desalado al verse solo.

En el refugio de maleza se perdieron pero sabía que no tardarían en aparecer de nuevo. Y lo hicieron por la esquina de abajo. La más próxima al monte, a las encinas espesas, hacia la barranca. Por allí se descolgaron para subir tapados todo lo posible hasta el agua. Los precedió el regruñir de la madre, el ruido de la hojarasca y algún chillido de los rayones a los que aún les quedaban las listas infantiles en el lomo. Así salieron a lo limpio con la hembra delante, aunque nada más coger la senda, los pequeños la adelantaron y se lanzaron en tropel hacia la pequeña charca. La jabalina les siguió pero aún busco el cobijo de la linde con los romeros y las aliagas para no ir tan al descubierto. Miró en mi dirección, levantó la jeta y probó el aire, como había estado probándolo en su vuelta en semicírculo hasta el bebedero. Pero a treinta metros, a mayor altura, amparado por un enebro detrás del cual solo me sobresalían los hombros y la cabeza, con su mala vista de cochino y con el viento dándome en la cara viniendo directo y persistente de ella a mi, ni su finísimo olfato pudo detectarme. Yo solo hube de poner por mi parte la inmovilidad completa y en quietud disfrutar del espectáculo. Bebieron todos. En un momento, los cuatro marranillos alineados con la madre al fondo. Un disparo hubiera matado a varios. Pero los cazadores no matamos crías, ni dejamos jabatos huérfanos.

Bebieron, los cochinetes jugaron, se pelearon, rebuscaron algunos granos por el suelo y al fin, a un gruñido materno, se volvieron hacía el girasol ahora por derecho y entre unas encinas aclaradas por podas. Pero se encontraron con unos primos a medio camino. Otra cochina, más joven y con otras tres crías muy parejas a las otras, bajaba también hacía el agua sin las precauciones que había tomado la anterior. Que debían de tener algún parentesco, porque el reencuentro entre las hembras vino acompañado de ciertos regruñidos cortos y de cierto reconocimiento entre ambas e incluso de cierta confusión de la prole en el sembrado. Los recién llegados quisieron seguir a sus primos, pues algo así debían ser, hasta que la matriarca más vieja hubo de darle a uno un arreón y devolverlo a su sitio y con su madre. El encuentro en cualquier caso demoró la llegada a la charca que se produjo cuando ya el crepúsculo se encaminaba hacía la oscuridad. Pero aún se les veía perfectamente a los gorrinetes solazarse con el agua y además de beber meterse dentro y refrescarse las pezuñas.

Algo que también debió de parecerle pertinente a la matriarca primera, que se lo debió pensar y decidió que iba a echar la noche en compañía. Giro de nuevo y esta vez sin andarse con vueltas bajo directa con los suyos otra vez al agua y otro reencuentro gruñido y otro sorbo decidieron irse con sus proles respectivas, aunque cada cual siguiendo la trocha de su progenitora, a buscarse el grano juntos. Caía ya la noche cuando se metieron entre las aliagas, los romeros y los enebros y su sonido entre la leña, su tamareo, gruñidos, regaños y chillidos se perdieron a mi derecha ganándome la espalda. En el cielo ya se había asomado algún lucero y empezaba a parpadear alguna estrella temprana. Aguante hasta que salió la media luna, ya en menguante, pero no quiso ya venir nada. Y el cazador dejó su apostadero saboreando el recuerdo mientras desandaba el camino hacia su cabaña.

Porque un cazador no mata rayones ni hembras que aún dan de mamar a sus jabatos.

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Autor

Antonio Pérez Henares

Ejerce el periodismo desde los 18 años, cuando se incorporó al diario Pueblo. Ha trabajado después en publicaciones como Mundo Obrero, Tiempo, El Globo o medios radiofónicos como la cadena SER. En 1989 entró al equipo directivo del semanario Tribuna, del que fue director entre 1996 y 1999. De 2000 a 2007 coordinó las ediciones especiales del diario La Razón, de donde pasó al grupo Negocio, que dirigió hasta enero de 2012. Tras ello pasó a ocupar el puesto de director de publicaciones de PROMECAL, editora de más de una docena de periódicos autonómicos de Castilla y León y Castilla-La Mancha.

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