El silencioso dolor y la dignidad de un pueblo, el de Galicia, el de España, que es el mismo, que pena a sus muertos, atiende a sus heridos y reconforta a las victimas y familias, es la respuesta a quienes buscan miserablemente contra quien cargarlos. Es la verdadera solidaridad sin imposturas, sin dobleces y sin utilizaciones espurias. No hay romerías ni alharacas.
Desde el primer momento una nación impactada en lo más hondo ha sabido dar una lección de saber asumir la tragedía y ha mostrado el coraje de la lágrima callada sin alaridos en falsete de plañideras. Estas gentes nuestras, tan suyas, tan de todos y con nuestros defectos bien sabidos sacan lo mejor de si mismos en el peor momento de tribulación. No ha faltado la bajeza ni ha dejado de asomar la calaña de ciertos medios, de ciertos voceros prestos a revolver entre la sangre buscando un atisbo y una duda por ver de volcarla sobre el enemigo. Pero si en algún momento ha brillado, ha restallado como un látigo, la advertencia y el desprecio de la ciudadanía a esa vergüenza de los métodos de telebasura tan extendidos por todos los ámbitos y a ese odio político que envilece cuanto toca, ha sido en este. Diría que hasta lo han contenido.
La investigación y la Justicia habrán de determinar al final las causas de lo sucedido. Los motivos que llevaron a ese desenlace fatal. Ni siquiera y aunque su propia declaración lo asuma hay que descargar sobre la única espalda del maquinista lo ocurrido y zanjarlo todo en esa responsabilidad que si aparece como desencadenante primera. Primero enterremos, como Dios y la dignidad humana mandan, a nuestros muertos. Luego, y sin apresuramientos ni intentos de escabullir cualquier otra responsabilidad habrá que escudriñar en los motivos y circunstancias con el objetivo trascendental de procurar que algo así se pueda evitar en el futuro. Aunque sepamos que la pretensión de seguridad absoluta es imposible hay que hacer todo lo posible por acercarnos a ella.