Nieblas, espesas brumas y nubes cenizosas pegadas a las faldas de Altomira fueron mi paisaje y mi compañia en los primeros días. Las tierras pardas y los montes rezumando humedad recibían una lluvia mansa y continua que empapaba el espacio y velaba el horizonte.
Ayer rugió el viento arrebatando el bosque, revolviendo las encinas y sacudiendo con ferocidad todo lo que del suelo se atrevía a sobresalir fuera hierba, matojo, arbusto, planta o arbol, con particular encono sobre aquellos de altos troncos y frondosas copas. El agua, a su compás, cayó en furiosas rachas y las cortinas de agua corrían alocadas por las sierras.
Al atardecer, la tempestad acabo de atravesar los cielos y los dejo limpios en la noche. Pude ver el frio brillo de las Tres Marias, y la primera raya iluminada de una luna naciente y tendida.
Apenas si un día he podido campear con el Mowgli y asomarnos a los cerros por ver si se arrancaban las perdices. La sorpresa nos la dio una codorniz tardía a la que se le había olvidado hacer el viaje de vuelta hacia sus Africas. Las piaras de jabalí dejan sus sendas y hocicadas en los labrantios blando donde empiezan a botar verdes de mies recien nacida.
La cabaña ha sido mi refugio y el fuego mi alegria. Vuelvo ya a la ciudad y a los trajines. Me llevo el bagaje de lo escrito y lo leido. Mi novela le queda muy agradecida a las borrascas navideñas
