La Marea de Pérez Henares

La traición nacionalista

En el primer segundo de su reinado ya tuvo el rey Felipe y las Cortes, sede de la soberanía del pueblo español, en pleno, la certeza escenificada de lo que va a ser su mas grave problema y el de toda España. El separatismo catalán, con el vasco agazapado, a la espera de su momento y su inminente hoja de ruta para la secesión y ruptura del Estado.

El desabrido gesto, la impostación del rechazo, la negación del mínimo aplauso y posibilidad de cercanía a pesar de las palabras abiertas de Artus Más y el seguidismo acobardado de un Urkullu, que hizo ademán cortes de aplaudir y ante el reojo del conmilitón, se unió al desplante, escenificaron ante toda la ciudadanía lo que pretenden y nos espera. Engañarse sobre sus intenciones es, cada vez más, de una estupidez suicida.

En el Parlamento se visualizó lo que es, sin andarse por las ramas, la consumación de una traición en toda regla del nacionalismo a la Constitución y a la España democrática. No solo se rompía cualquier puente de futuro sino que se recreaba obscenamente el engaño y la felonía cometido y mantenido a lo largo de todos estos lustros y desde que comenzó a trazarse el estado de los derechos y las libertades.

Desde que se comenzó aquella andadura lo que se proclamó fue la necesidad del reconocimiento de la singularidad, la diversidad, la lengua, la cultura y el autogobierno de unos territorios que por historia y voluntad expresaban la necesidad de atender esa reivindicación como esencial para mejor encajarse en la España democrática, formar parte de ella y ayudar en la tarea común del progreso y la convivencia. Eso se acordó, se proclamó, y se votó, en el caso de Cataluña con singular entusiasmo.

Durante años y lustros todas las reclamaciones tenían el mismo sentido y la misma excusa y el autogobierno y el respeto identitarios llegaron a extremos que no tienen parangón en toda Europa. Y fue entonces, cuando alcanzadas tales cotas, se descubrió el objetivo y se destapó la trampa y la traición. Todo ello no había sido en absoluto para mejor sentirse en España sino para conseguir el clima de efervescencia nacionalista suficiente y de odio, sí, de odio a todo lo español y a cualquier espacio y proyecto comunes, que permitieran la secesión y la independencia.

Artur Más no tuvo tan solo un gesto más o menos descortés ante el nuevo Rey. Lo que escenifico fue la traición a todo lo pactado anteriormente tanto con esas Cortes Generales como con la Corona y su nula voluntad de restablecer cualquier escenario de concordia en el futuro que no pase simplemente por permitir que cumpla sus propósitos. Para Más y sus aliados, más bien jefes, de ERC el acuerdo es darles razón y entregarles todo, hasta la soberanía que el conjunto del pueblo español tiene sobre la Nación entera. O sea, llana y simplemente, rendirse.

Es cierto que en el inicio se cometieron errores y no fue menor el disparate autonómico, que por bienintencionado y positivo en aspectos descentralizadores no ha dejado de añadir un problema de taifas a esos nacionalismos, y sin resolver el problema quizás hasta lo haya enconado y creado otro nuevo. Embridar la hipertrofia autonómica, que ha comenzado, pero muy tímidamente, con la crisis y hasta plantearse reducir el número, como están haciendo en países vecinos es una tarea perentoria. Pero ello entra dentro del plano administrativo y dentro de la lealtad global y constitucional. Con el nacionalismo catalán, e insisto con el vasco en retaguardia, la cuestión es muy otro y profundamente diferente. Estamos en riesgo muy serio de sufrir el peor trauma colectivo como Nación desde hace muchos siglos. Y que nadie suponga que ello puede realizarse con impunidad y casi como si de algo baladí se tratara. Eso es no conocer ni lo que son los estados ni las naciones ni los pueblos.

El sentir muy mayoritario en el conjunto de España es buscar renovados vínculos y acuerdos y que Cataluña siga siendo lo que es, parte esencial y admirada del Estado. Pero hay algo que no puede hacerse abusando de ese sentir. Y ello no es sino pretender que España acepte unos privilegios y unos estatus absolutamente discriminatorios y denigrantes para el resto de españoles. Incluso hasta llegar a tal punto que se pueda entender que mientras ellos influyen y decidan en lo que es de todos, los demás no tengamos derecho ninguno ni a rechistar sobre lo que ellos hagan, aunque a todos nos afecte. Para que se entienda ¿Qué sentido tendría que hubiera unos representantes catalanes que influyeran como han influido en el Gobierno y nuestras leyes y no hubiera por parte de ese Gobierno, de ese nuestro estado posibilidad alguna de intervención en los asuntos catalanes?. Ni sería justo, ni recíproco ni admisible. Y ello es lo que algunos van a pretender mañana y lo que me temo otros puedan “comprar” y pretendan vendernos como solución. Que no la es en ningún caso y para nada. Pues tal remedio no haría más que agravar la enfermedad. Que va a empezar en nada a darnos fiebre.

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Autor

Antonio Pérez Henares

Ejerce el periodismo desde los 18 años, cuando se incorporó al diario Pueblo. Ha trabajado después en publicaciones como Mundo Obrero, Tiempo, El Globo o medios radiofónicos como la cadena SER. En 1989 entró al equipo directivo del semanario Tribuna, del que fue director entre 1996 y 1999. De 2000 a 2007 coordinó las ediciones especiales del diario La Razón, de donde pasó al grupo Negocio, que dirigió hasta enero de 2012. Tras ello pasó a ocupar el puesto de director de publicaciones de PROMECAL, editora de más de una docena de periódicos autonómicos de Castilla y León y Castilla-La Mancha.

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