Occidente acude y trata de imponer un sistema como el suyo, una democracia imposible

La fórmula es sencilla: Pan, educación y justicia

¿Hacemos bien o hacemos mal? Me refiero a las intervenciones de Occidente en conflictos que le son ajenos en un sentido estricto.

El principio de la no injerencia de terceros en los problemas internos de un estado soberano -un principio que fue básico en el Derecho Internacional- se quebró creo que en aquella guerra bárbara de los Balcanes.

Y no parece que este hecho pueda repugnar a una conciencia recta: nada en el mundo nos puede ser ajeno y el atropello de los derecho humanos, los genocidios, tantas cosas como ocurren en este insignificante trozo de universo deberíamos solucionarlas cuanto antes mejor porque ningún hombre, ninguna mujer, ningún niño o niña pueden ser despojado de la esperanza.

Pero si aceptamos ese principio -y yo lo acepto- se plantea el gran problema de quién decide cuándo y dónde se debe intervenir en nombre la dignidad de todos. Porque lamentablemente hasta ahora no parece que esta justicia universal haya dado grandes frutos.

No hay más que mirar lo que sucede en Irak o en Siria «salvadas» por la civilización de unos impresentables dictadores. Curamos una herida pero dejamos la gangrena mucho más grave.

Pero la duda no sólo está en saber quién decide la intervención sino por qué se decide en unos casos y en otros se mira hacia otro lado; y la duda aumenta aun más hasta llegar a la desconfianza cuando algunas potencias que deciden semejantes cosas ni siquiera deberían sentarse en junto a países que realmente son democráticos. Pero son ricas y por eso están ahí.

O tienen las suficientes armas y el suficiente poder como para que nadie levante la voz y menos aun la condena.

Mientras escribo esto hay decenas de conflicto en el mundo aunque seguramente usted y yo sólo sabríamos citar los que salen en los periódicos, los que tienen imágenes en las televisiones y los que nos afectan por su cercanía, es decir, por el miedo.

Este es un mundo imperfecto, injusto y violento en el que se mata y se muere en nombre de dios, del color de la piel o de oscuros intereses económicos.

Y quiero pensar que con mejor voluntad que por posibles negocios, Occidente acude y trata de imponer un sistema como el suyo, una democracia imposible que al final se llena de urnas inútiles regadas por la sangre de enemigos ancestrales y a las que no acude casi nadie porque la mayoría son desplazados que sólo buscan seguir con vida.

Y está el hambre. Y están las epidemias nuevas que aun salen en los periódicos y las endémicas sobre las que ya nadie habla.

Yo no tengo la solución para esta realidad que me avergüenza, pero sí el derecho a levantar mi voz y decir que así no vamos a ninguna parte, que es hora de que el mundo recapacite un momento y piense a qué nos conduce todo este desastre.

No tengo la solución pero si las tres palabras que obrarían el milagro: pan, educación y justicia.

El resto son parches inmorales que mantienen florecientes muchas industrias.

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