La sobreactuación destruyen las buenas interpretaciones en el teatro y en el cine. Y también en la política

Felipe González no cree que Jordi Pujol sea un corrupto.

Felipe González no cree que Jordi Pujol sea un corrupto.
Felipe González. laSexta

El ex presidente de Gobierno no se prodiga en declaraciones. Guarda una prudente distancia, vigilando la política española y lo que ocurre en el mundo. Y cuando se expresa tiene mucha sustancia entre sus líneas. No da puntada sin hilo.

Y se le nota su compromiso intelectual porque no suele actuar con razones de conveniencia personal.

Le ocurre como a mí: le duele que la trayectoria y el prestigio de Jordi Pujol, sin el que no se podría entender la transición ni la política española, se haya desguazado. Ocurre muchas veces en la historia.

Es casi imposible disociar la labor institucional o artística de grandes personalidades de sus comportamientos personales, cuando estos son reprobables. Bien es cierto que en un político u hombre de estado, la ejemplaridad de sus comportamientos personales es inseparable de su obra. Y también, que la corrupción o el fraude se lleva por delante los méritos en la gestión pública porque agujerean la línea de flotación de la credibilidad.

Aunque González no lo explicite tanto como yo, afirma que Jordi Pujol está protegiendo a sus hijos -que llevan tiempo en la sospecha de corrupción- utilizando su prestigio personal como escudo para ellos. Es posible que una familia unida y tradicional como los Pujol Ferrusola lleve implícito el marchamo de unidad y protección de sus miembros.

Y si las responsabilidades de los hijos, uno de ellos hasta hace unas semanas dirigente de CiU, tienen cotas penales, exculparles puede situarse por encima de la propia conveniencia del ex president. Cuando Felipe González afirma que no cree que Jordi Pujol sea corrupto, está instalando la causa en un tema familiar, lo que no se si es suficiente, y creo que no, para tratar de salvar el prestigio del padre del nuevo nacionalismo catalán.

La segunda reflexión de Felipe González tiene que ver con la utilización política del caso Pujol.

Sostiene el presidente que una sobreactuación en el repudio del comportamiento de Pujol, jugando la baza de desgaste del nacionalismo catalán, puede ser un boomerang que envuelva esta causa, como muchas otras, no de tanta envergadura, en un ataque interesado desde España al proceso soberanista. Y entonces aparecerá el victimismo como una contante táctica de los nacionalismo.

La sobreactuación destruyen las buenas interpretaciones en el teatro y en el cine. Y también en la política.

Entonar el papel asignado en una obra es un meticuloso equilibrio que busca que el actor no arruine a su personaje por exageración. Sobreactuar es el mal de algunos destacados actores españoles, aficionados a la hipérbole en el diseño de sus personajes. Siempre he sido partidario de la microcirugía en el tratamiento de los temas políticos delicados. Diseccionar el tejido dañado sin dañar el resto del organismo. Hay que condenar a Pujol sin añadir regocijo, porque es una tragedia también para nosotros.

La confesión de las cuentas ocultas de Pujol es una desventura para la democracia española. Pero sus consecuencias, muchas de ellas, son inevitables. Se ha caído un mito y no habrá quien lo levante. Sin embargo, creo que tiene que haber sentimiento en la recriminación de esa conducta.

Condenarla con dolor, sopesando lo que todos perdemos como consecuencia del comportamiento del ex president. Sin hacer más leña del árbol caído que la que sea imprescindible. En esta España de leñadores del error ajeno, no va a ser fácil.

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