Una de las singularidades del proceso soberanista escocés -las cartas están echadas y se juegan ya mismo- es el hecho sin precedente de que la parte pobre de un territorio quiera separarse de la parte rica. Por eso últimamente, mientras los partidarios de la independencia se quejaban de insuficiente atención económica por parte de Londres, ha sido una constante del poder central británico la promesa de no discriminar a la parte pobre de las inversiones públicas que recibe la parte rica. Promesas ligadas a ofertas de nuevas competencias para mejorar el autogobierno de Escocia si sus ciudadanos deciden seguir en el Reino Unido después del referéndum.
En realidad la sensación de agravio económico de los escoceses se asienta casi exclusivamente en el miedo a caminar hacia una sociedad socialmente más injusta. Véase, por ejemplo, como casi siempre acaban expresando el temor a perder su estado del bienestar, en general, y su sistema público de salud en particular. Así se explica que en vísperas de la votación, los unionistas (el conservador Cameron, el laborista Miliband y el liberal Legg) se hayan hartado de decir que será el Parlamento escocés quien decida las partidas presupuestarias dedicadas a los servicios sociales, mientras que los separatistas (Salmond), sostienen que precisamente la independencia es lo que les haría salir de pobres, recuperando en exclusiva, entre otras cosas, el control de gran parte del petróleo y el gas del Mar del Norte que actualmente crean riqueza para el Reino Unido. Las referencias precedentes tienen por objeto sentar similitudes y diferencias con el proceso catalanista. Las cuestiones económico-fiscales son, como se ver, bastante parecidas. El bolsillo importa y nos depara un debate más racional en Escocia. En Cataluña queda absorbido por los factores emocionales, incluida la manipulación histórica, que en Cataluña resulta agobiante. Tan absurdo resulta asentar la reivindicación separatista en una batalla ganada a Inglaterra por los escoceses hace setecientos años como en otra supuestamente perdida por los catalanes (unos ganaron, otros perdieron, según estuvieran en el bando borbónico o en el austracista). Es cierto, pero mientras en la campaña escocesa se han intercambiado argumentos, razones y cálculos económicos, en la campaña catalana, enfocada a una consulta sin encaje legal, apenas si se han intercambiado otra cosa que «gritos, mentiras y ataques personales en un clima de histeria que no excluye el matonismo, pero sí cualquier esfuerzo por entender al discrepante», escribía hace unos días Javier Cercas. De todos modos, la gran diferencia entre los dos procesos sigue siendo la de que aquel es «legal y pactado», porque no hay límites constitucionales, mientras que en España son determinantes pero no menos democráticos en España. Y aún así, la formalización del proceso fue expresamente autorizada por el Parlamento británico (depositario de la soberanía nacional británica), mientras que aquí las Cortes Generales estimaron que el proceso es legalmente imposible sin una reforma previa de la Constitución.