Estamos todos indignados y sobrepasados por los casos de corrupción que cada día aparecen en los medios y que parecen no tener fin. Que eso suceda también fuera de nuestras fronteras como está pasando, por ejemplo, con el caso Juncker, no mitiga el malestar ni disminuye la desconfianza.
Ese clima ya casi irrespirable y esa frustración colectiva es lo que algunos tratan de aprovechar. Y pueden conseguirlo si la sociedad en su conjunto no reacciona.
Hay una corrupción estructural -de las instituciones, de los partidos, de los sindicatos, de los órganos de control de la democracia, desprestigiados todos por el mal uso o por el abuso que se ha hecho de ellos-; de los políticos -es incomprensible que un político niegue haber usado dinero público para fines privados, lo reconozca después, diga que lo va a devolver sin asumir ninguna otra responsabilidad, defienda su «ejemplaridad» y obtenga el aplauso de sus compañeros de partido-; pero también hay corrupción social e individual que son responsables en parte de la situación en la que estamos.
Durante mucho tiempo se ha impuesto el «vive y deja vivir» -y aún lo proclaman muchos ciudadanos «honestos y democráticos»- y se ha defendido que todas las ideas son respetables e iguales en jerarquía.
La aniquilación de esos valores consustanciales a la conciencia del hombre, no sustituidos por otros, nos ha dejado una sociedad a la intemperie que está frustrada, pero no es capaz de construir una alternativa sólida.
Los políticos -todos sin excepción- son responsables de haber anulado intencionadamente la sociedad civil y ésta lo es de haber dejado todo el territorio a partidos y sindicatos.
Las instituciones profesionales, las asociaciones sociales o vecinales, tan activas en la construcción de la democracia en los años 70, fueron empujadas al abismo por quienes las habían utilizado y ahora, renacen controladas por otros grupos -en Cataluña o en el conjunto de la nación- que tratan de servirse de ellas para sus intereses partidistas o de acceso al poder.
Vuelven a ser utilizadas. Pero es que, también todos nosotros hemos dado un paso atrás, hemos desertado de nuestras responsabilidades, cuando no hemos caído en pequeñas corrupciones.
El coste económico, político y social de lo que está pasando en Cataluña, de la corrupción generalizada en toda España, de la falta general de ejemplaridad va a tener un coste muy elevado si no hay una asunción real de responsabilidades por los políticos, una confesión general y un espíritu de la enmienda radical y constatable.
Lo que sucede en Cataluña, lo que sucede en toda España con la corrupción es la demostración de que, como dice el filósofo Javier Gomá, «el cumplimiento de la ley es condición necesaria pero no suficiente».
Es imprescindible la ejemplaridad de quienes nos gobiernan. Y la eliminación de los corruptos. Esa carencia es lo que puede hacer que la ira de los ciudadanos acaba llevándonos a poner el país en manos de quienes pueden poner en riesgo la libertad y la democracia.