Convivimos con personajes arrogantes. Tipos que en el decir de los antiguos griegos padecen un exceso de «hibrys».
Arrogante ha sido, en mi opinión, el discurso exculpatorio de José Antonio Monago, presidente de Extremadura, atrapado en una historia que se mire por donde se mire, resulta de muy difícil justificación.
Pretender que lo que sucede en Canarias comparte semanalmente agenda política con los intereses de Extremadura, es tomar por ignorantes a los ciudadanos.
Invocar supuestas conspiraciones no aclaradas para explicar el por qué ha trascendido su llamativa vocación viajera, es prueba de la ceguera que aparejan los brotes de «hybrys».
No está solo Monago en ese registro de ceguera generada por la arrogancia. Le acompaña otro presidente de comunidad autónoma: Artur Mas, presidente de la «Generalitat».
Visto el resultado de la «consulta» del 9N en la que sólo uno de cada tres residentes en Cataluña acudió a votar a favor de la propuesta de independencia, arrogancia es intentar convencer al personal de que cuando habla de los anhelos independentistas de los catalanes habla en nombre del «pueblo catalán». Nada menos.
En fin, arrogante, me parece, a su vez, el eurodiputado Pablo Iglesias, flamante secretario general de Podemos, un partido en ciernes que en las encuestas de expectativas de voto medra en la levadura creada por el hartazgo provocado por los casos de corrupción.
Proclamar -como hizo antes de ayer Iglesias- que el Estado nacido de la Constitución del 78 es «un régimen corrupto que se derrumba», impugnando en su totalidad el legado de la Transición es tanto como ignorar el sacrificio, la lucha y la ilusión de tantos y tantos españoles que combatieron la dictadura de Franco soñando con una España democrática.
Más allá de los errores, incluso de los delitos cometidos por algunos dirigentes políticos vinculados con los diferentes gobiernos que hemos tenido en los últimos treinta años, el sistema democrático no merece una descalificación global.
El propio Iglesias, y su biografía, es una prueba de que han sido muchos los ciudadanos que gracias al nuevo Estado nacido de la Constitución encontraron oportunidades para llegar a la Universidad superando las limitaciones propias del origen de clase.
Para acabar con la corrupción y poner a los corruptos a disposición de la Justicia, a estas alturas de la vida, uno confía más en la labor y la profesionalidad de los jueces, los fiscales y de la policía.
Pensando en Alcibíades o en Saint-Just, por no hablar de Hugo Chávez, cuando alguien se postula para acabar con la corrupción, la Historia nos invita a desconfiar de los políticos. Sobre todo de aquellos que no aciertan a disimular su arrogancia.