El hondo problema de contemplar la discusión de los partidos políticos en el Congreso de los Diputados, exponiendo que el otro es más corrupto, produce esa derrotada sensación de asistir a la discusión de dos putas presumiendo de quién es más pura y más casta.
El profundo problema de la sociedad española es el hartazgo de haber asistido al destape de dos docenas de casos de corrupción, uno tras otro, durante los dos últimos años, mientras los partidos políticos mostraban tanta ira contra los corruptos ajenos como complicidad y comprensión con los suyos. No es tanto el escándalo continuado y pertinaz, sino comprobar que los compañeros de los corruptos no se escandalizan en el mismo grado, y tratan de sostener la presunción de inocencia que niegan a los demás, hasta las mismas vísperas de la condena judicial. Y sólo cuando han notado el desprecio de sus propios votantes, sólo cuando han percibido la repulsa que reflejan las encuestas, han ordenado limpiar la ropa sucia, y se han presentado con la camisa recién planchada para que confiemos en que ellos lavan más blanco. ¿Es tarde? No lo sé. La esperanza exótica que ha suscitado la aparición de un chico nuevo en esta plaza, ha continuado con el descubrimiento de un alud de corruptelas, picardías y argucias, menores por su cuantía, pero que nos hacen suponer que podrían llegar a ser unos corruptos de provecho, en caso de acceder a grandes presupuestos. Es muy duro ver pasar los millones del Palau de la Música, de los Ere, de los Urdangarín, de los Bárcenas o de los Pujol, mientras la licenciatura de tu estudioso hijo se recompensa con menos de mil euros mensuales. Muy duro. Y a cualquiera nos gustaría volver a entusiasmarnos, y que alguien enarbolara la bandera de la regeneración. Pero estamos enfadados y escépticos. Enfadados con los de derechas o de izquierdas a los que votamos, y escépticos ante estos nuevos profetas aparecidos que piensan que Venezuela es un camino a seguir. Lo peor es que hasta el arroz de la indignación se ha pasado, y el almidón ha transformado el grano de la rebeldía en una masa pegajosa donde lo más evidente es la falta de fe y la ausencia de entusiasmo.