ESTHER ESTEBAN

«La destitución de Ana Mato dejó de ser noticia salvo para engordar el cansino argumento del «y tú mas»

"La destitución de Ana Mato dejó de ser noticia salvo para engordar el cansino argumento del "y tú mas"
Esther Esteban.

Pensé, ingenua de mí, que iba a haber un antes y un después en el debate sobre regeneración democrática, que los grandes partidos, por una vez, iban a dejar a un lado su pequeño, minúsculo y absurdo discurso partidista para aparecer ante la opinión pública unidos en un combate sin tregua contra la corrupción que asola nuestro país y todas sus instituciones.

Rajoy se presentó ante los Diputados ofreciendo el sacrificio de Ana Mato para evitar que nadie pudiera recriminarle que no había reaccionado pero, como era de esperar, el asunto apenas sirvió para abrir los periódicos de ese día y la destitución dejó de ser noticia salvo para engordar el cansino argumento del «y tú mas».

Se le puede recriminar al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, que haya tardado en presentar sus propuestas, pero lo que no se puede decir es que no sean 70 medidas importantes que, si no fuera por la miopía partidista de este país, deberían haberse aprobado por consenso y añadir además las presentadas por otras formaciones.

Es una incógnita saber si, en otras circunstancias, sin elecciones municipales y autonómicas a la vuelta de la esquina, los partidos políticos no hubieran dado su bendición a medidas como que la financiación ilegal de los partidos sea delito, que los bancos no puedan condonarles las deudas ni darles créditos ventajosos por debajo del mercado o que estén obligados a hacer públicas las donaciones de particulares que superen los 50.000 euros.

No sé, si no hubiera elecciones a la vista, si dirían «no» a que se agraven las penas por corrupción, se agilicen los procesos de instrucción o se amplíen los plazos para la prescripción de los delitos.

No sé, si no hubiera elecciones a la vista , si PP y PSOE –que no hace tanto llegaron a redactar juntos algunas de las medidas de las que ahora reniegan– hubieran sido capaces de sumar y no restar, pero sí sé muy bien que los dardos envenenados que se siguen lanzando sólo engordan a todos aquellos que quieren liquidar el sistema y que se esconden bajo múltiples disfraces.

Sí sé que los proyectos de ley anticorrupción han estado varados en el Congreso más de tres años y ahora que ¡por fin! pueden salir adelante –el Gobierno quiere que entren en vigor en marzo o, como mucho, abril–, lo van a hacer sin consenso, lo cual es penoso y dibuja la clase política que padecemos.

La corrupción , que se ha convertido en un problema para los ciudadanos, sigue siendo un arma arrojadiza para nuestros políticos, que sólo hablan de los corruptos ajenos sin reconocer siquiera a los propios.

El debate sobre la regeneración democrática tendría que haber sido una gran ocasión para que todos hubieran aparecido ante la opinión pública firmes como una roca frente a los corruptos y los corruptores.

Lejos de eso, en vez de creerse, de verdad, que la corrupción es el enemigo común, sólo ven al adversario político como el enemigo y entre tanto y tanto cada día crece más su descrédito entre los votantes.

Unos están en la floritura y el esgrima dialéctico, en el microclima del hemiciclo de la carrera de San Jerónimo, y otros están dándose un baño de realidad recogiendo, sin riesgo alguno, el fruto electoral del cabreo de una sociedad harta de ladrones y mangantes que no quiere excusas de ningún tipo.

Ya sabemos que dos no regañan, ni tampoco pactan, si uno no quiere, pero lo preocupante no es sólo que los grandes partidos –que fueron capaces de hacer una transición ejemplar– hayan quitado de su diccionario particular la palabra consenso, sino que se pueden estar jugando su propia supervivencia.

En su día, cuando el PSOE de Felipe estaba ya en tiempo de descuento, arrinconado también por la corrupción, sus dirigentes intentaban meter el miedo en el cuerpo a los españoles con aquello de «¡que viene la derecha!», lo cual no sirvió de mucho porque habían quebrado la confianza de los ciudadanos.

Ahora puede pasar igual con el «¡que viene Podemos!».

Si vienen, hagan o no propuestas demagógicas, es precisamente por debates parlamentarios inútiles donde cada uno de esos a quienes han denominado CASTA se mira a su minúsculo ombligo partidista. Pablo Iglesias lo sabe y sólo tiene que sentarse en la puerta y esperar a que los otros se sigan matando entre ellos.

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