Fernando Jauregui

Cuando los ciudadanos ya no miran a los antiguos dioses.

Hay en el ambiente, ahora que de veras empieza la carrera hacia las elecciones, un aire como de fin de siglo, y eso que estamos estrenando aún el año 2015. Quizá los tristes acontecimientos en París, culminados con una impresionante manifestación unitaria, hayan contribuido a alimentar esta impresión finisecular, que no significa otra cosa que un ‘hasta aquí hemos llegado’ para comenzar una etapa nueva: el mundo entero se ha dado cuenta de que hacen falta fórmulas inéditas, que, de hecho, van llegando, aunque con cuentagotas.

A nuestra más bien chata escala nacional, me parece que también hay algo de esta sensación de ‘fin de una época’ que creo que los ciudadanos corrientes y molientes percibimos de manera más aguda que nuestros representantes. Pero ahí siguen esas encuestas implacables que, para lo que valga(n), nos dicen que son fórmulas novísimas las que concitan el mayor aprecio del electorado, que irrumpen nuevos ídolos en el panorama político y que los dioses antiguos -dioses, al menos, se creían, y se creen- están dejando de ser adorados.

Por eso, me parece baladí la noticia, con la que admito que yo mismo he titulado mis páginas, de que Aznar asistirá a la convención nacional del PP -una especie de ‘congreso entre congresos’- dentro de algo menos de dos semanas. O las declaraciones de la presidenta de la Junta andaluza, Susana Díaz, asegurando que no se presentará a las primarias frente a ‘su’ secretario general, Pedro Sánchez: pues faltaría más que el ‘refundador’ del PP no vaya al cónclave más decisivo de su partido desde hace seis años, o que la ‘lideresa’ socialista levante bandera contra el candidato a quien ella misma ayudó a colocar no hace ni seis meses. Esas disquisiciones son parte de las viejas, caducas, costumbres por las que nuestra clase política se rige. Como los personalismos de doña Rosa Díez, a quien no le auguro demasiado futuro político si continúa por ese camino, negándose a una fusión pura y dura con Ciudadanos de Albert Rivera, en este instante -mañana, quién sabe lo que decidirá la veleta de la opinión pública y publicada- el político mejor valorado tras el Rey, aunque muy lejos de este y suponiendo que el Monarca pueda englobarse en estas calificaciones.

Yo creo que nuestra clase política ‘tradicional’ no acaba de entender el mensaje que le envían no los sondeos de opinión, ante los que yo siempre me posiciono de manera algo escéptica, sino los acontecimientos: si tratasen algo más con la gente de la calle, si mirasen más allá de nuestras fronteras, comprobarían que la revolución en mentes y actitudes va mucho más allá de si hay o no que llevar corbata, dejarse el pelo más o menos largo o teñirse o no la barba: me parece increíble que aún haya asesores que cobren por eso, o por fabricar discursos adecuados al momento, que mañana puede llevarse el viento y, como decía Marx (Groucho, naturalmente), si a usted no le gustan mis principios, se los cambio por otros.

Siento mucho decirlo, porque le tengo gran respeto y deseo, por el bien de todos, que acierte; pero si Mariano Rajoy sigue pensando que es natural que, por el hecho de ejercer el gobierno, siga siendo el farolillo rojo en cuanto a popularidad de líderes según todas las encuestas, debe empezar a meditar en buscar un sustituto. Rajoy es el único líder político, entre los pocos que permanecen tras el tsunami de 2014, que ha decidido mantener el ademán impasible -y lejano-, aferrado al palo mayor mientras la tormenta devora el barco. Reconozco sus méritos en política económica y no estoy entre quienes creen, o dicen creer, que ha sido exclusivamente la acción europea y norteamericana la que ha propiciado el cambio en los datos de la macroeconomía española. Pero ahora, remedando la frase tan manida y célebre del asesor de Clinton, ‘es la política, estúpido(s)’, y ya no la mera apelación a las bonanzas económicas que nos va a deparar el año, lo que conviene.

Que a Rajoy le apoye (ahora) o no Aznar, que designe su dedo -que esa es otra- o no a ‘Espe’ Aguirre como candidata a alcaldesa, o incluso que sitúe en ese puesto a la valiosa Soraya Sáenz de Santamaría, que envíe de una vez a Toledo a María Dolores de Cospedal e introduzca algunos cambios en el funcionamiento del PP, que ya va siendo hora, son datos, pequeños datos, de un mismo problema: él. Mariano Rajoy tiene que cambiar, pero ¿puede? El PSOE tiene que cambiar algo, aunque ya ha iniciado un camino, pero ¿a la velocidad suficiente? Susana Díaz, que esta semana mantendrá algunos contactos con medios informativos en Madrid, nos dará algunas pautas, sospecho. En la izquierda a la izquierda del PSOE los cambios están siendo, a la fuerza ahorcan, mayúsculos. La propia Podemos parece que se replantea algunas cosas, ahora que parece que Pablo Iglesias, que no el partido, va dejando de ser el favorito de las masas. Y el lío en el centro se resolverá si Rosa Díez se retira para dar paso a una confluencia entre UPyD y Ciudadanos.

Menuda movida todo ello, por cierto. No, si ya digo que a los comentaristas políticos nos espera un año muy movido. Pero lo importante es, creo, que la ciudadanía perciba que este movimiento a ella le sirve de algo.

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