Charo Zarzalejos

Morir sin dolor.

Los diputados franceses Alain Claeys y Jean Leonetti, socialista y conservador respectivamente, han trabajado durante horas para llegar a un acuerdo que, basado en la moderación y en el respeto a la vida, va a permitir a los ciudadanos franceses morir en paz, o dicho de otro modo, morir sin dolor. Morir en paz, es cuestión bien distinta para que la que no se ha inventado ni se inventará medicamento alguno. Eso dependerá de cómo se ha vivido, de lo que se deja detrás.

A la espera de conocer la «letra pequeña», lo acordado consiste, en esencia, que los ciudadanos que así lo deseen pueden expresar por escrito y siempre en perfecta situación mental su deseo de que los médicos procedan a lo que se ha denominado «sedación terminal». No se trata, pues, de sedar a las primeras de cambio y, ni mucho menos, de proceder de manera activa al acortamiento de la vida, que eso es la eutanasia. El deseo así expresado será de obligado cumplimiento y no parece probable ni sensato pensar que pueda haber facultativos que aleguen, por ejemplo, problemas de conciencia. No se trata, según el texto aprobado, de acortar la vida de manera deliberada, sino de evitar los posibles zarpazos de una agonía cierta.

Hace ya algunos años, ella murió en su butaca de siempre. Lo hizo con su mano sobre la mano de quien había sido su compañero de vida, su único y gran amor. Tiempo antes, la vida se fue despidiendo de ella de manera silenciosa, lenta y suavemente. Ni una aspirina. Ni un dolor. Solo cerró los ojos y la mano que estaba sobre la suya dijo que no, que se había quedado dormida. Años después, él vio un ratito un partido que daba la tele, apagó su cigarro y fue andando a la cita final. Se quedó «dormido» ante la atenta y cálida mirada de uno de sus hijos. Los dos murieron sin angustia y acompañados. Muy acompañados.

Ellos eran mis padres. Nada ni nadie llenará su hueco. Nada ni nadie les puede reemplazar. Ha pasado el tiempo y para nosotros, sus hijos, están tan presentes que a veces caemos en la ensoñación de que están ahí mismo. Vivos y juntos. En medio del dolor que supone el sentimiento de pérdida, hay un elemento de consuelo que ayuda a que nuestra memoria sea una memoria «dulce». No les vimos sufrir por el dolor. Tuvieron la suerte de que para ellos, mis padres, la frontera entre la vida y la muerte apenas fue una caída de párpados.

El morir como ellos murieron es un auténtico privilegio. No estaban, nunca lo estuvieron, solos y además no sufrieron. No hizo falta sedación alguna, pero si hubiera sido necesaria se les habría administrado. Nada produce más dolor que el dolor de un ser querido cuya muerte es segura y próxima, de ahí que la forma en la que los legisladores franceses han abordado esta cuestión es digna de alabanza. La ecuación de ni un minuto menos de vida pero ni un segundo de sufrimiento, créanme que es posible.

Han encontrado el equilibrio e incluso aquellos que están por la eutanasia, que no es el caso de quien esto escribe, optaron por la abstención. Siempre hay gentes que quieren más y por querer quieren que se regule el suicidio asistido. Siempre ha habido y habrá quienes no quieran límite alguno ni para la vida ni para la muerte.

La virtualidad social y política, y yo diría que ética, de la regulación francesa es que se ha hecho con acuerdo y se ha basado en la moderación. ¿Por qué dejar que la muerte haga más daño que la vida?. Si algo nos cuesta aprender en esta vida es a despedirnos aunque sea por unos meses. Cuando es para siempre no hay palabras para describirlo, pero si medios para que la ausencia de dolor se convierta en el pañuelo en el que secar las lagrimas del adiós.

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