El sonido del verano, el que cuadra con su esencia y su bullicio, también el de los humanos, es el de las bandadas de vencejos haciendo pasadas sobre los aleros de las casas, chillando como niños, alegres de vivir, de volar y de que el cielo sea, precisa e inmensamente, azul.
Con el vencejo llegaron en primavera sus primos la golondrina, cada vez por cierto en menor número, y el avión que tiene un marcado gusto por la realeza y el arte ( sus más grandes colonias en bajo los aleros de los tejados se encuentran nada menos que en el Prado y en el Palacio de Oriente). En el vencejo, raudo y negro, apenas si nos habíamos fijado. Pero es ahora, cuando ya va entrando junio cuando su presencia se convierte en sonora compañía. Tal vez porque los primeros jóvenes ya están volando y tienen ese ansia de los mozuelos de todas las especies de pregonarlo, pero lo cierto es que los vencejos convierten el aire en una algarabía. En una verdadera discoteca aérea donde ellos ponen todo: la música y el baile.
Porque todo en el vencejo es aéreo. Vive y muere en el aire. Lo único que hace apoyado en algo sólido, que no en tierra, es nacer y echar las plumas. Luego el vencejo ya es, y para siempre, del viento.
Sus cortas patas y sus largas alas le impedían levantar el vuelo si tiene la desgracia de caer a tierra, a no ser que logre remontarse a un mínimo promontorio. ¡Pero que difícil es que un vencejo caiga a tierra!.
Una vez salidos de sus nidos, normalmente bajo las tejas primeras y mas sobresalientes de los tejados, los vencejos parece como si su vida entera la hubieran pasado volando, como así va a ser. Desde muy jóvenes son unos maravillosos navegantes y unos consumados aeronautas. Allá arriba comen, atrapando cuanta mosca o mosquito se ponga por delante de sus bocas, allá arriba juegan y allá arriba, duermen. Porque los vencejos duermen suspendidos en el aire, duermen en la mejor cama posible, sueñan mecidos por el viento.
Sus evoluciones en las atardecidas no son a veces otra cosa que un irse remontando en las corrientes , hasta alcanzar una altura tal donde en círculos y sin que nadie les moleste, poder relajarse y descansar.
Entonces callan y duermen. Siempre, eso si, con sus largas y finas alas extendidas.
Uno los ha envidiado siempre. Tanto que en su sueño hubiera querido alguna vez ser uno de ellos.
Y como un vencejo acunado en el aire
Como un vencejo durmiendo suspendido
Junto a la estrella de la tarde
Encontrar en la mañana el nuevo rumbo de mi vuelo