Antonio Casado

La reinserción iraní

Una cierta lejanía, que diría el poeta. Sin embargo, también a los españoles nos llega la onda expansiva de la histórica reinserción internacional de la República Islámica del Irán. No solo por nuestra pertenencia al bloque geopolítico personalizado por Obama en sus negociaciones con Rohani. España es recurrente evocación islámica (Al Andalus, en su memoria colectiva). Uno de los países desgraciadamente preferidos por el terrorismo islámico en su siniestra fijación de objetivos.

He ahí uno de los tres grandes impactos del acuerdo alcanzado este martes por EE.UU (más Rusia, China y la UE). Pesa sobre la querella de fondo, aparentemente religiosa, entre sunitas y chiítas, una de cuyas expresiones es el Estado Islámico: yihadismo suní asentado en países con regímenes de corte chiita como Irán. De ahí se espera una mayor implicación del Gobierno iraní contra ese terrorismo que está sorprendiendo al mundo civilizado por sus altas cotas de crueldad televisada.

El segundo de los impactos afecta a la inestable región de Oriente Medio, cuyo punto más sensible es el histórico conflicto de en la Palestina militarmente controlada por Israel desde la constitución de su Estado en 1947. Para el Gobierno de Netanyahu este paso supone un golpe bajo a su tradicional alianza con EE UU. En las últimas horas hemos conocido reacciones en Jerusalén que hablan de «traición» e irresponsabilidad de la Casa Blanca por haber tomado una decisión que les convierte en un país más inseguro y más amenazado por el régimen iraní.

En gran parte derivado del anterior, el tercer impacto principal del llamado pacto nuclear es en la política interior norteamericana, donde los republicanos entienden y comparten el malestar israelí. El Partido Republicano lo ve como un peligro para la seguridad nacional y una pesadilla para la región ya de por sí muy inestable. Ciertas voces cualificadas del partido conservador estadounidense acusan al presidente Obama de alimentar a la fiera, a un Estado tan maléfico como corrupto, de simpatizar con el Islam y de abandonar a su suerte a Israel.

No hay razón para temer que el acuerdo refuerce la condición de país potencialmente peligroso que se viene atribuyendo a Irán. Más bien todo lo contrario. Hay casi ochenta millones de iraníes esperando como agua de mayo la caída del muro que, en forma de sanciones económicas, mantenían al país aislado del mundo. Su reinserción en los ámbitos del normal intercambio comercial y financiero -básicamente, petróleo por tecnología- se convertirá en resorte de la modernización que el pueblo iraní reclama desde la revolución islámica de 1979.

Eso no puede ser malo para nadie. Se trata de una revolución pacífica, cuyo mérito hay que repartir en equivalentes dosis de buena voluntad por cada una de las dos partes, después de haberse estado miando a cara de perro durante 35 años. Mucho más que la visualización del poder armonizado para tener bajo control a un país con capacidad de fabricar bombas atómicas.

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