Rafael Torres

El rally

La abrumadora cosecha de muertos y heridos en el Rally de A Coruña, en el término de Carral, debería trascender el fugaz ámbito de las condolencias y servir para plantearse la necesidad de que un suceso así no se repita jamás. Mas para que no vuelva suceder nada parecido, parece obvio que no bastan las cintas de plástico que delimitan figuradamente, ficticiamente, la pista de carreras que no es una pista de carreras, ni los «controles» organizativos que en nada pueden controlar el albur de la vida en movimiento, sino que acaso sería preciso devolver esas competiciones automovilísticas a su espacio natural, los circuitos cerrados de carreras.

Mal pueden compaginarse los rallys con la seguridad de las personas, los animales y las cosas cuando, además del peligro intrínseco que supone la velocidad extrema en vías públicas, se presentan como lo que no son: deporte de riesgo. Dejando a un lado el debate sobre si conducir un coche lo más rápido posible puede ser considerado deporte, cabe recordar que un deporte de riesgo es aquél en el que el practicante puede fácilmente lastimarse, o incluso morir, con su ejercicio, pero no los demás, los que pasan por allí o los que lo contemplan. El automovilismo de rally transfiere el riesgo, el peligro, a los espectadores y a los transeúntes, cual acreditan las disímiles cifras de pilotos y de paisanos muertos, netamente en perjuicio de éstos últimos. Habiendo circuitos de carreras, que son los espacios donde uno puede desafiar al destino con su auto a doscientos o trescientos por hora, en tanto los que gustan de ver semejante espectáculo quedan a resguardo en las gradas, no se comprende la necesidad de llevar lo peor de esa actividad, la colisión, el atropello, la muerte, al campo.

Siete muertos, dos mujeres embarazadas y una niña entre ellos, y quince heridos, algunos muy graves, son los números a añadir a la larga lista de víctimas de los rallys. Pero no son números, sino seres humanos.

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