Artur Mas pierde, ganando, en Cataluña. Mariano Rajoy, o, mejor, la estrategia ‘lejana’ de Mariano Rajoy, pierde en España. El presidente del Gobierno central, en quien todos los ojos están ahora puestos, tendrá ahora que sacar todas sus no del todo demostradas dotes de estadista para garantizar que el proceso, de la mano de ‘Junts pel Sí’ en alianza nada menos que con la CUP, no se nos vaya a todos de las manos. Alguien tendrá que iniciar ya una negociación urgente con alguien del otro lado. Y puede que ni Rajoy ni Mas puedan o deban ser ya los interlocutores para evitar que se dispare un proceso secesionista que a saber dónde podría acabar.
La encuesta de TV3 a las ocho de la tarde del domingo, tras once horas de votación de infarto, ya puso el alma en vilo a muchos: contando con la CUP –que es mucho contar–, la candidatura ‘Junts pel Sí’ garantizaba una mayoría suficiente para la independencia. Pero era, claro, una encuesta a pie de urna, aunque básicamente los datos definitivos, en líneas generales, no diferirían mucho de los pronósticos de esta ‘israelita’: según ese sondeo de la televisión oficialista catalana, la lista heterogénea de ‘Junts pel Sí’ se quedaba cerca de la mayoría absoluta, pero sin conseguirla, necesitando a los extremistas de la CUP para poder dar los primeros pasos hacia la secesión. Y el consuelo de que el total de electores que votaron contra la independencia eran algunos más que los que lo hicieron a favor era bien escaso: serán los escaños los que cuenten en el Parlament, que es donde se darán los pasos, realistas, moderados o enloquecidos, hacia…¿hacia dónde? De momento, una constatación: la enorme fractura que se vive en la sociedad catalana, volcada en las urnas como nunca, ante el salto en el vacío que propuso el molt honorable president de la Generalitat de Catalunya. Todos sabían, y saben, que va a ser a partir de este lunes cuando se comenzará a jugar la partida. Una partida que quizás acabará con la carrera política de Artur Mas, quién sabe si también con la de Mariano Rajoy y que, en todo caso, va a durar al menos dos años. Los que consumirá presumiblemente la Legislatura más reformista desde que Adolfo Suárez, en once meses, de julio de 1976 a junio de 1977, dio la vuelta al Estado, democratizándolo y convirtiendo un país atrasado, aplastado por una dictadura, en una democracia. Todos, aunque a veces, como Mariano Rajoy, digan lo contrario, saben que hay que propiciar cambios a fondo en la democracia que inició su proceso de transición hace cuarenta años, con la muerte de Franco. Una segunda transición. Han pasado muchas cosas en estos cuarenta años. Incluyendo en el ánimo de los catalanes, o de muchos catalanes, que se han ido distanciando irremisiblemente de ‘Madrit’. Es preciso reestructurar los andamios en los que se asienta la organización territorial del Estado; durante una breve estancia en Barcelona la pasada semana he escuchado demasiadas veces frases como ‘la que tiene que cambiar no es Cataluña: es España’. El ‘café para todos’ no funciona, así de simple. Y lo ocurrido en Cataluña lo demuestra, entre otras cosas porque se propicia un efecto contagio o un efecto rechazo, o un efecto hostilidad, en el resto de las autonomías españolas. Así que pretender que lo ocurrido en Cataluña ha sido simplemente una elección en una Comunidad Autónoma para elegir un parlamento autonómico más es, por supuesto, una falacia: este domingo, aunque votasen solamente los catalanes, en realidad estaban todos los españoles involucrados en esa votación. Llámele usted plebiscito, o locura, si usted quiere; o referéndum más o menos encubierto. Pero no elecciones autonómicas. Cuando esto se escribe desconozco, lógicamente, las reacciones al completo de los estados mayores de los partidos ante lo ocurrido en la jornada electoral de infarto. Pero las palabras eran anoche lo que menos importaba: es necesario ver con qué rapidez actúan ahora las ejecutivas del Partido Popular, del PSOE, de Ciudadanos, de Podemos, ante la avalancha de cambios que llegan, inevitables, necesarios, fatales, a Cataluña, es decir, a una parte sustancial de España. No han bastado los vídeos en los que Rajoy, con ojos asustados, habla en catalán. Ni que Pedro Sánchez, cuya formación no ha salido, al fin y al cabo, tan malparada, se declarase repetidas veces ‘catalanista’. Ni la coleta violeta del gran jefe indio Iglesias, que se pega un cierto batacazo. Ni el relativo perfil bajo autoimpuesto por quien será presumible árbitro de la situación que surja de las elecciones de diciembre, Albert Rivera. Todos ellos saben que las elecciones catalanas no han sido meramente catalanas, claro; no en vano había centenares de periodistas, muchos de ellos venidos del mundo mundial –y qué orgullosamente lo anunciaba la portavoz de la Generalitat: el mundo nos mira–, siguiendo perplejos los avatares de la campaña loca, de la jornada civilizadamente chiflada de votación, del recuento infartado de resultados. Muchos piensan que Artur Mas tiene ya prácticamente las maletas hechas para marcharse al otro lado del océano: no puede sobrevivir al proceso que él mismo puso tan equivocadamente en marcha. Lo que ocurre es que los independentistas no tienen otro remedio que canonizarle como a un nuevo Companys, ya que no supo ser el nuevo Tarradellas. Claro que tampoco tenía enfrente a Adolfo Suárez, cuya figura quiso reivindicar para sí Albert Rivera, el triunfador cualitativo y relativo, que tampoco quiso limitarse a competir por la Generalitat: como todos los citados, ambiciona La Moncloa. Como si antes no hubiese que empezar a arreglar las peligrosas cañerías catalanas. A ver si es verdad que, como decía el sábado un candidato de la lista de ‘Junts’, en una entrevista que luego pidió que fuese anulada, el Estado llega ahora con una oferta al Govern, acabe integrando quien acabe integrando el inminente Ejecutivo catalán. Atención, porque ‘el Estado’ no es solamente Mariano Rajoy. Ni el PP. Ni siquiera un hipotético pacto futuro entre Rajoy y el socialista Sánchez, que ya no niega con tanto énfasis un acercamiento táctico a los ‘populares’. Ni siquiera un ‘acuerdo a tres’ con Rivera o, puestos a fantasear, a cuatro con Pablo Iglesias. El Estado somos todos: los presidentes autonómicos que tendrán que aceptar un pacto con Cataluña, que haga ese Estado llamado España más heterogéneo, qué remedio; las instituciones; la sociedad civil de todo el país. Usted y yo. Sé que a muchos les costará tragar el sapo, pero habrá que asumir que Cataluña necesita un tratamiento específico dentro del conjunto de España. Como, bien mirado, lo necesitan los demás territorios autónomos, que tendrán, tendremos, que lubricar las relaciones con nuestros compatriotas catalanes, de manera que se normalicen unos lazos que la intransigencia de Mas y sus muchachos y la de ciertos ambientes políticos y mediáticos de Madrid –y no solo ‘de Madrid’ desde luego– han puesto al borde de la quiebra. Apasionante espectáculo el que se abre para todos durante los dos próximos años, los del Gran Cambio. Me pregunto si estaremos a la altura de las circunstancias. O si daremos el espectáculo, como se ha dado –insistamos: cuántos periodistas mirando. Qué satisfacción para el mesiánico inquilino de Sant Jaume– en Cataluña. Y que cada cual interprete esta afirmación como prefiera. A mí, pensar que todo depende de lo que haga o deje de hacer la imprevisible, extremista, CUP, qué quieren que les diga: me pone los pelos de punta.